Por: Jean Maninat
La conquista de la calle como espacio de expresión ciudadana es un fenómeno de origen urbano ligado al empedrado y luego al asfalto. (Es harto complicado manifestar en el fango, peleando los espacios malolientes con cerdos, gallinas cluecas, y uno que otro destripador de bestias y humanos). Según la interpretación de cierto urbanismo de izquierda, la gran transformación de Paris emprendida por Napoleón III con la ayuda del puño de hierro del Barón Haussmann, fue motivada -más allá de airear la ciudad y valorizar las propiedades de los burgueses- para ensanchar las calles y convertirlas en grandes bulevares, dificultando así el montaje de las barricadas revolucionarias que tantos dolores de cabeza habían traído.
Por las calles desfilan los equipos de fútbol cuando ganan un campeonato, o el fervor popular católico cuando saca sus santos en hombros de la feligresía. También lo hacen los ejércitos para mostrar su poderío destructivo de alta tecnología, o los cachivaches cedidos por las grandes potencias militares. Las desandan la gente pacífica rumbo a sus labores cotidianas, o se desbocan las hordas salvajes de desadaptados bien nutridos y apertrechados para destruir. Las calles sirven para explicar todo lo bueno y todo lo malo de una sociedad, según quién alegremente argumente.
Pero, solo en Venezuela, un espacio que permite el desplazamiento de personas y vehículos -y cubre las terribles entrañas de una ciudad- ha adquirido un halo mágico, una condición de fuerza sobrenatural liberadora, convirtiéndose en una especie de Quetzalcoátl que según la leyenda prestada regresaría para redimirnos definitivamente. No se cesa de invocarla, y oficiantes hay que reclaman su primacía en el ejercicio del culto. ¡Nacimos para servirte, o deidad amada!
Vamos, a nadie escapa que ocupar espacios públicos para protestar pacíficamente es un derecho democrático -con “permisología” y todo-, y que puede ser conculcado, obstruido por gobiernos autoritarios, y otros menos, y que salir a protestar por el derecho a salir a protestar es una práctica política válida y usual. Es, como se dice desde hace un par de siglos atrás: un medio de lucha convenido. Hoy me toca a mí, mañana a ti.
Pero de allí a hacer de “la calle” un axioma político, una definición de intenciones, hay un largo trecho. Ni siquiera Lenin en su indomable voluntad de poder -para mal de la humanidad- se atrevió a ponerle fecha en el calendario callejero a la revolución bolchevique. Un paso adelante, dos pasos atrás debería ser lectura obligatoria de quienes defienden la democracia.
(O, por si acaso, una lectura de los toma y afloja que le permitieron a Jefferson producir el mejor documento que haya reflejado la voluntad universal y libertaria de pueblo alguno en busca de su independencia).
Ungir una fecha arbitraria como el inicio de un nuevo episodio luminoso de luchas sociales, de congregación de insastifaciones a punto de explotar, es la mejor manera de no entender -y menos aun respetar- que las luchas sociales cotidianas tienen vida propia y sus actores naturales, y mejor dejarlas a su propio ritmo, sin comisarios de buena voluntad política, pues son otros las que las sudan y las pelean a su manera, y habría que preguntarles si requieren la representación impuesta para lograr sus cometidos.
“La calle” siempre regresa para intentar imponer el encargo de quienes no han leído un contrato colectivo en su vida y creen que convocar a una protesta social eterna los hace propietarios de sus insatisfacciones. Allí está la desconexión que los aleja de los que dicen querer convencer. Y allí la libertad de los que los quieran seguir para demostrar su fidelidad con el cambio el día convenido.
Habrá que preguntarse a dónde nos llevará esta vez la calle del eterno retorno.
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