Por: Jean Maninat
No hay revolución que se precie a sí misma que no pueda mostrar algún tumulto callejero, alguna emboscada con baldes de heces desde balcones combativos sobre veredas estrechas, una secuencia donde masas (o masitas, depende del presupuesto del film) se enfrentan desarmadas a tropas montadas que a la señal de un sable se les enciman para dispersarlas a sablazos parejos entre niños, mujeres, ancianos y hombres (si hay nieve con rastros de sangre, mejor que mejor). Sin calle no hay paraíso.
Los parisinos han sido eminentes históricamente en el arte de cerrar las vías públicas para enfatizar un punto de vista cultural, una posición política o defenestrar un régimen unipersonal de inspiración divina, (solamente podrían ser contestados por nuestros hermanos argentinos). Los sans-culottes se apostaron en las calles que llevaban a la fortaleza-prisión de la Bastilla, la tomaron por asalto y dieron la campanada callejera de la Revolución francesa. Durante las revueltas de 1830 y 1848 sus insalubres calles se llenarían de barricadas desde donde obreros, estudiantes, lumpen y otros resistirían el embate del ejército nacional francés, mientras degollaban religiosos y promulgaban decretos revolucionarios para todos los gustos.
Con el regreso de la ley y el orden de la mano de Napoleón III, se le encargó a Haussmann la modernización de París, con la ampliación de sus avenidas, el desalojo de los hacinados barrios obreros en el centro de la ciudad y la construcción de terminales de ferrocarriles que garantizaran la pronta llegada de tropas para reprimir cualquier intento de sublevación popular. Las amplias avenidas no serían propicias para la extensión de barricadas románticas como la de Los miserables y el bueno de Valjean. Víctor Hugo, por cierto, las describía como “locuras ahogadas en sangre”. Sería una de las razones del fracaso de la Comuna de París en 1871.
(El mayo francés de 1968 devolvería a París su condición de ciudad revolucionaria por excelencia gracias a sus calles y avenidas convertidas en campos de batallas de jóvenes burgueses dispuestos a no dejar adoquín sin ser convertido en proyectil antisistema en contra de los flics).
La Calle (así con mayúscula heroica) sigue enfebreciendo la imaginería y el verbo (provoca poner encendido, pero no… quién aguanta después las cuchufletas ) de tantos políticos y políticas grandilocuentes, de manitas juntas cruzadas sobre el pecho y mirada entornada que derrama amor, o ceño severo que denota desaprobación o condena de un enjuiciado que no está presente en la audiencia. La insistencia en salir “a la calle”, para demostrar nuestra “indetenible voluntad de cambio”, nuestra “indoblegable lucha al lado del pueblo”, es un motivo fósil que se viene cargando, con especial fervor en la Pequeña Venecia, antiguo como una inútil procesión para alejar la peste, reunirse en una plaza para convocar la llegada de una buena cosecha, que llueva café en el campo, o que de la sequía broten tallos húmedos que alimenten el ganado.
Es un gesto gregario de pocas consecuencias políticas en medio de la mayor revolución tecnológica que haya conocido la humanidad. Mejor ocupar las calles, avenidas y plazas de las redes sociales: causa menos alboroto, exige menos a los feligreses y no licua de un golpe de cámara a los millones de seguidores que se dice tener. La calle es traicionera, ya deberíamos saberlo. ¿O no?