Publicado en: El Universal
Por: Mibelis Acevedo Donís
La historia recoge abundantes ejemplos de negociaciones políticas difíciles, complejas, bautizadas por la concurrencia caótica de posiciones aparentemente inamovibles de bandos y actores en conflicto. Aun con resultados satisfactorios, en su mayoría resultaron largas, zigzagueantes y casi siempre incómodas para los involucrados. En otros casos -los menos usuales- se resolvieron de modo acelerado, ajustadas al calado de la urgencia y los incentivos de ocasión, a la necesidad de responder eficazmente y sobre la marcha a peligros inequívocos como el de la destrucción mutuamente asegurada.
No es posible contar, por tanto, con “leyes” o límites que determinen a priori la duración y efectividad de la negociación política. He allí una evolución que atiende al mismo dinamismo del terreno en el que operan y que, sumado a la imperfecta, contradictoria e impredecible naturaleza de los agentes históricos, puede inclinar la balanza de los acontecimientos en una u otra dirección. El proceso y sus posibilidades, no obstante, son ejemplo magnífico de esa voluntad humana puesta al servicio de la razón, la causa común. Una que obliga a sintonizar enfoques para acabar con la situación amenazante y devolver el equilibrio perdido.
Esos tanteos que parten de la desconfianza, esa fragilidad de los acuerdos y promesas humanas, ese carácter impredecible de relaciones a las que concurren una pluralidad de agentes, han signado también diversos procesos en los que el diálogo fungió luego como llave maestra. Así, por ejemplo, encontramos que 12 años de guerra entre el gobierno salvadoreño y el Frente “Farabundo Martí” para la Liberación Nacional terminaron en 1992, gracias a los Acuerdos de Paz firmados en Chapultepec, México. En Sudáfrica, luego de 3 años de diálogo nacional, se concretó en 1994 un Acuerdo Nacional de Paz entre el gobierno del presidente De Klerk y el Congreso Nacional Africano liderado por Mandela; trámite que, además, puso fin a siglos de apartheid y allanó el camino para la instauración del gobierno de transición. En Irlanda del Norte fueron necesarios 10 años para aterrizar en el Acuerdo de Belfast (1998), fruto de las conversaciones entre el Ejército Republicano Irlandés (IRA) y el gobierno británico. En Colombia, una guerra de más de 50 años entre el gobierno y las FARC concluyó con un acuerdo de paz facilitado por mediadores internacionales en 2016.
Contrapunteando con periplos prolongados, destacan aquellas jugadas puntuales que, incluso en el marco de antagonismos rancios y tenaces, operaron “milagrosamente” para destrabar la situación. En la España post-Franco, por ejemplo, Santiago Carrillo no perdió oportunidad de poner en marcha una estrategia de presión para hacer comprender al gobierno que dejar al partido comunista fuera de la arena política podía entorpecer el proyecto de democratización. Toda una partida de ajedrez se desarrolla a partir de ese interés, que al final junta a dos reconocidos adversarios: el propio Carrillo y el presidente Adolfo Suárez. La legalización de PCE era el pago que pedía Carrillo para acceder a cooperar con los planes de Suárez, y así lo hizo saber. «Hay que tomar el tren de la reforma porque no hay otro, y hay que darse prisa además para no perderlo», anuncia entretanto a sus compañeros. El 27 de febrero de 1977, en reunión secreta celebrada en un chalet de José Mario Armero, en Pozuelo de Alarcón, los antiguos rivales se encuentran por primera vez en sus vidas. “Decidimos hablar de Política con P mayúscula”: siete horas de conversación resultan cruciales para torcer el rumbo del desencuentro que durante décadas había partido a España en dos pedazos.
Tras la legalización del PCE, e instruido por el propio Suárez para que, con su declaración, «se cubra un poco la situación», Carrillo afirma: «Yo no creo que el presidente Suárez sea un amigo de los comunistas. Le considero más bien un anticomunista, pero un anticomunista inteligente que ha comprendido que las ideas no se destruyen con represión e ilegalizaciones”. Más tarde, en reunión del Comité Central del partido donde exhortó a votar a favor de la adopción de los símbolos de la unidad de la patria, la bandera bicolor y la Monarquía, no deja dudas de su compromiso con el cambio: «En estas horas (…) puede decidirse si se va a la democracia o si se entra en una involución gravísima que afectaría no solo al partido y a todas las fuerzas democráticas de la oposición, sino también a las reformistas e institucionales. Creo que no dramatizo, digo en este minuto lo que hay». La arriesgada apuesta de Suárez y la oportuna, perspicaz respuesta de Carrillo, son la antesala de las primeras elecciones libres que, tras 40 años de dictadura franquista, hicieron posible el paso hacia la democracia.
Pero si hablamos de negociación al límite, es imposible no retornar al ejemplo de la crisis de los misiles en Cuba. El título de la película de Roger Donaldson,
Trece días, da cuenta de la emergencia: nada menos que cortar el paso a la guerra nuclear, negociar en tiempo récord, apenas días, un acuerdo con la URSS para evitar la aniquilación masiva. Zafarse de ese compromiso irracional que, como advirtió Kennedy, habría convertido
“el fruto de cualquier victoria en ceniza en nuestras bocas”, obligó a optimizar la gestión diplomática para dar con una solución sin vencidos ni vencedores. Salvar a la humanidad del acabose fue acicate lo bastante poderoso como para que en cortísimo tiempo ocurriese lo improbable: alinear intereses de potencias ideológica y existencialmente enfrentadas, y habilitar su cooperación.
Si bien no puede decirse que la política exterior de los gobiernos estadounidenses respecto a Latinoamérica ha desplegado similar brillo, toca recordar lo que, por contraste, remite a las movidas del grupo Contadora, en plena Guerra Fría y política de “zanahoria y garrote”. Ese “milagro político” del que hablara Pedro Nikken, -un protagonista de las negociaciones de paz en Centroamérica- que hizo que en El Salvador se sentaran “enemigos militares” y salieran “socios de un proyecto de país”, ilustra la clase de mediación que exigía la crisis regional. Con una orientación latinoamericana innovadora, la articulación de los gobiernos de Colombia, México, Venezuela y Panamá para contener la amenaza de desestabilización por causa del conflicto armado en Guatemala, El Salvador y Nicaragua (y que ya alcanzaba a Honduras y Costa Rica), sienta las bases para el Acuerdo de Paz de Esquipulas y el Plan Arias, en 1987. Cuatro años, desde el nacimiento de Contadora en 1983, resumen una existencia relativamente corta pero intensa en términos de los desafíos que imponía el contexto. Revolución e intervención militar, fascinación y espanto, marcan las urgencias de los negociadores a la hora de redefinir posiciones y construir ánimos a favor de los acuerdos subsiguientes.
Valga lo anterior para repasar los nudos del conflicto venezolano, los dilemas que plantea una campaña electoral sui generis, el impacto de la incertidumbre estructural; todo ello condicionado por la reactivación de negociaciones internacionales en medio de lapsos cada vez más apretados. La evidencia de ese trastorno quizás se hace más ostensible cuando Lula da Silva habla de la expectativa de que, “cuando terminen esas elecciones, la gente volverá a la normalidad… o sea, quien ganó asume y gobierna, quien perdió se prepara para otras elecciones”. ¿Qué tan expedita resultará la influencia de actores más afines al chavismo para destrabar lo que luce estancado, para afectar decisiones sobre la marcha y apurar -como sugirió Gustavo Petro- un pacto de gobernabilidad que ofrezca incentivos y garantías a perdedores y ganadores? Cabría suponer, eso sí, que la única “normalidad” política posible sería aquella en la que se reconocen los demócratas. Un sistema dotado de reglas de juego claras, en el que los perdedores aceptan su derrota, entregan civilizadamente el poder y, sin el sabor a ceniza en nuestras bocas, se preparan desde la oposición para competir en la próxima elección.