Mientras la pandemia deambula a placer su guadaña por todo el territorio nacional, una pasarela de nuevos ricos susceptible de sanitaria lejanía, exhiben en jolgorios estrambóticos una afrenta de lentejuelas contra los padecimientos del coronavirus. Sobre la trascendencia de la crítica de las costumbres, conviene recordar que el más destacado hombre público de los comienzos del Estado nacional, Fermín Toro, manejó con puntería aguijada contra los hábitos sobrevenidos bajo el pseudónimo de Emiro Kastos; quien tal vez hubiera recalado con deleite lo sucedido en un dispendioso agasajo matrimonial que se llevó a cabo en el estado Anzoátegui, pero sin caer en el error de detenerse en los invitados, rodeándolos con detalles del festín para exponerlos en contraposición al pueblo que pasa penurias.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
La crítica de las costumbres ha sido una manifestación de la cultura hispanoamericana que no solo modeló la vida de nuestras sociedades durante la segunda mitad del siglo XIX, sino que también produjo un género de escritura considerado como antecedente de las grandes narrativas nacionales. Ahora no interesa desde el punto de vista literario, sino por la producción de censuras sobre los hábitos negados al republicanismo, a la civilización liberal que tocaba las puertas de la gente, o también en torno a conductas que se consideraban perjudiciales. Se ha llamado costumbrismo a este tipo de escritos que describían la realidad y trataban de reformarla, y ahora nos interesan debido a cómo algunos productos de la actualidad, impulsados por su lejana inspiración, pueden ser considerados por la dictadura como dardos dirigidos a instigar el odio.
Sobre la trascendencia de la crítica de las costumbres, o costumbrismo, baste la referencia a sus figuras más celebradas de España, Mariano José de Larra y Ramón de Mesoneros Romanos, cuyos textos eran temidos y esperados por la sociedad que había perdido el rumbo de las libertades, y se resistía a unos cambios que ya eran habituales en el vecindario europeo. En el Palacio Real leían con impaciencia sus crónicas, con la esperanza de que no arañaran las pieles más refinadas, y en ultramar eran consumidas con furor. México dejó una joya de este tipo de trabajos en las ofertas periódicas de Ignacio Manuel Altamirano, promotor de incitaciones de tendencia reformista en las cuales se apoyaban los políticos para acabar con los vestigios del antiguo régimen. Entre nosotros destacan los textos de Francisco de Sales Pérez y Nicanor Bolet Peraza, aclamados por muchedumbres de lectores porque ponían el dedo en la llaga de unas conductas que merecían muerte oportuna para que circularan aires nuevos. Sobre la intención política del costumbrismo conviene recordar que el más destacado hombre público de los comienzos del Estado nacional, Fermín Toro, manejó con puntería sus puyas contra los hábitos sobrevenidos bajo el pseudónimo de Emiro Kastos.
Los costumbristas se nutrían de la vida cotidiana que desfilaba frente a sus ojos, pero sus miradas eran más penetrantes que las del común. No se les escapaban las ínfulas de los pudientes que exhibían atuendos exóticos y bailaban en saraos de postín mientras el pueblo pasaba penurias. Las procesiones religiosas, sentidas más como una convención social que como una devoción, eran bañadas por sus tintas desenfadadas. Los caudillos que abandonaban los tratos rústicos para pasar por caballeros de sociedad, metidos en inéditas levitas y paseando con un libro que jamás leerían, fueron sus protagonistas asiduos. En los retratos o en las siluetas que realizaban de personajes cuyo nombre no se señalaba, descubrían los lectores la identidad de mandones, ricachones, recién vestidos, pedantes, autores sin obra, poetas sin estrofas, pillos y vividores sometidos al escarnio público desde un disimulado fortín. Independientemente de sus dotes literarias, los costumbristas tenían ganado un lugar de preferencia entre los lectores y eran figuras estelares de la rutina, porque traspasaban barreras vedadas para los individuos corrientes, para sus clamores de justicia. Pero he aquí, también, el motivo de su extinción.
No se los lleva el viento de las novelas nacionales, que apenas sopla con moderación, sino las imposiciones de un poder político que se hace cada vez más fuerte y no puede permitirse la debilidad de ser burlado por unos rivales cuya única arma es la pluma. Si pudieron sobrevivir ante los caprichos de Guzmán y ante la rudimentaria formación de Crespo porque sabían nadar con pericia en unas corrientes que en ocasiones se hacían de la vista gorda para pasar por civilizadas; o porque no advertían cabalmente la potencia del censor, debieron enmudecer ante el creciente autoritarismo de Castro y frente a la brutalidad de Gómez. Tal vez el gusto de las nuevas generaciones de lectores los condenara a la tumba, mas es evidente que su funeral fue presidido por las nuevas dictaduras del siglo XX. Pero los caminos de la resurrección pueden ser estrambóticos, como parece que sucede ahora debido a las descripciones de la sociedad que han vuelto a la primera plana para preocupación y terror de la dictadura madurista. Como los acólitos del régimen se han empeñado en cerrar el paso a las voces críticas, cercándolas con regulaciones inflexibles -como la ley contra la instigación al odio- o trabando cada vez más la circulación de los medios tradicionales y de los espacios electrónicos, las diatribas y los reproches, ni cortos ni perezosos, tal vez hayan acudido de nuevo a las tácticas del costumbrismo.
Abundan cada vez más las referencias a las conductas de los mandones en las regiones, por ejemplo, a sus formas de depredación, a su despreciable anecdotario. Quizá no estén tan afinadas como las de los costumbristas, pero cumplen el objetivo de zaherir a los responsables de una tragedia generalizada. Habitualmente no vienen en la letra impresa que atormenta al chavismo, sino en el voleo de Twitter y en la fugacidad telemática. Tampoco son producidas por los opinantes más conocidos o consagrados. ¿No se trata de lo más parecido a la resurrección de un Bolet Peraza y un Pérez, con paso de novatos, pero con propósitos semejantes?, ¿no es la vuelta a unas armas que parecían melladas, pero que la necesidad ha afilado otra vez? Es el caso de una reciente crítica escrita en las redes por Juan Manuel Muñoz y titulada “Fiesta mortal”, sobre un dispendioso agasajo matrimonial que se llevó a cabo en el Club Sirio de Lecherías. Describe un jolgorio estrambótico, unas tropicales bodas de Camacho en medio de los padecimientos producidos por el coronavirus, una afrenta de lentejuelas y recamados mientras la pandemia pasea a placer su guadaña por todo el territorio nacional, una pasarela de nuevos ricos susceptible de sanitaria lejanía que hubiera dado material de sobra a la ortodoxia de Emiro Kastos. Pero se nota que el combativo Muñoz solo conoce de oídas a los costumbristas, debido a que cometió el error de destacar la asistencia del Fiscal Saab y de su señora madre a la recepción. Bolet Peraza se hubiera solazado en la recreación del festín, lo hubiera destrozado con la habilidad de su pluma, sin detenerse en la presencia de un mandarincito dispuesto a defender sus “revolucionarias” prerrogativas.
Referencia personal sobre cuyas consecuencias no podía calcular el costumbrista de última generación, quien ha sido acusado por el convidado, que no solo fue parte estelar del convite, sino que, además, ejerce el cargo de Fiscal General de la República, del delito de instigación al odio. Como se detuvo en las extravagancias y en los excesos de una élite de improvisado cuño, que fue cabalmente identificada en el escrito, el señor Muñoz está provocando el odio, sentencia de antemano un invitado que no fue de piedra y que tiene la intención de lapidarlo. Su reacción ha llegado al extremo de acusar del mismo atentado a la novelista Milagros Mata Gil, quien tuvo la tenebrosa o ilegal o perniciosa o aviesa u oscura idea de divulgar el escrito en uno de los portales que frecuenta. Ella también es odiadora y debe someterse a la vindicta pública, según el rocoso convidado. Aparte de considerar que, en el caso del costumbrismo, nunca segundas partes fueron buenas, parece de mayor urgencia pensar en la redonda esclavitud de pensamiento a las cual nos sujetan los fabricantes del delito de instigación al odio. Para muestra un botón.
Lea también: «No hay República sin control del territorio«, de Elías Pino Iturrieta