Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
El encuentro televisivo del periodista mexicano Jorge Ramos con el usurpador ha sido un acontecimiento mediático, un motivo de regocijo para la oposición, o para buena parte de ella, que lo ha celebrado como una certera demostración de la oscuridad y la maldad del entrevistado desnudadas por la osadía y por la pericia del entrevistador. La celebridad del profesional venido del extranjero para hacer su trabajo en Miraflores, la fama que le precedía, despertó curiosidad masiva e hizo que se batieran palmas antes de que se presentara frente a las cámaras. Sin embargo, pese a las aclamaciones que ha producido, realizó una contraproducente exhibición de superficialidad que solo un exacerbado entusiasmo puede juzgar como un logro.
Acababa Ramos de protagonizar un episodio capaz de convertirlo en héroe latinoamericano, pues Trump lo había echado de la sala de prensa de la Casa Blanca debido a la osadía de sus preguntas. También había provocado las ronchas del presidente López Obrador, cuya sacrosanta majestad populista se irritó ante sus dardos. Con semejante prólogo se pensó que sus anfitriones lo traían para que fuera más moderadito con el criollo campeón del antimperialismo, o para que el individuo puesto frente a su mira quedara como modelo de tolerancia, como paradigma de apertura. Un cálculo que no salió mal en definitiva, porque el encuentro inacabado que anda circulando por ahí, si bien no puede cumplir la imposible misión de convertir al usurpador en testimonio de algo que se considere edificante, deja pesimamente parado al preguntador.
La primera reacción de los empleados del usurpador ante el desarrollo de la entrevista hizo pensar que se estaba ante una hazaña silenciada por su contundencia. No era para menos. Como se sabe, Maduro se levantó bruscamente, Ramos y sus compañeros fueron retenidos en palacio, los equipos fueron confiscados y el material de grabación fue condenado a la clausura, para que después se invitara a los extranjeros del grupo de comunicadores a que abandonaran el país. Una respuesta normal de esbirros, una reacción elemental de servidumbre burocrática, lo más esperado en un domicilio enemistado con la libertad de expresión y con la autonomía de criterio. Pero a alguien de la casa, dotado de un gramo de perspicacia, se le prendió el bombillo después de observar con calma el fallido programa y aconsejó que se facilitara su difusión. Bingo. Quedaba tan mal el entrevistador, y no dejaba de hacerlo notar así la posición del entrevistado, que el material fue a dar al canal estadounidense con el cual se había pactado un inicial compromiso de trasmisión. Y así lo vimos los mortales que quisimos. Fue una traición de alguien cercano al dictador, dicen los explicadores de la peripecia, pero en realidad fue un quite oportuno ante un novillo sin astas para que el presunto matador quedara bien plantado en la arena.
Ramos no vino a buscar la verdad, sino a imponer la suya. Ya traía la historia en su cabeza y solo quería corroborarla. Venía con la misión de redimir a la sociedad oprimida, como si fuera un vengador reclamado por el pueblo. Pero lo que traía no era sino la reiteración de todo lo que se ha dicho hasta la saciedad, la vuelta a la noria de los lugares comunes, sin un agregado de investigación que hubiera servido para demostrar respeto, si no para el anfitrión, para la tragedia venezolana. Temas tan susceptibles de explotación, como la insólita condena de Leopoldo López, por ejemplo, cuyos detalles podían demostrar de sobra la iniquidad del régimen, permanecieron en un limbo sin provecho. ¿Cómo se usaban para enriquecer la sesión, si el entrevistador no se había tomado la molestia de averiguarlos? Y el entrevistado, que también es ducho en el manejo de los estereotipos, no solo pudo contestar a sus anchas cuando lo permitió el curso de la confrontación, sino también insistir en que no hablaba con un periodista sino con un agente de sus enemigos que venía a molestar con su descarada beligerancia. Ni una repregunta oportuna salió de los labios de Ramos para poner de veras en aprietos al usurpador que se mantenía en sus trece porque era evidente que no lidiaba con un comunicador preparado para su faena, sino con un contrincante que se conformaba con confirmar su estrellato.
Aunque cada día en mayor mengua, la usurpación se mantiene por la precariedad de las reacciones de los factores democráticos, por la falta de acciones que la metan en calle ciega. Por la falta de seriedad, en suma. La actitud de Jorge Ramos cuando “entrevistó” a Nicolás Maduro es una muestra de esos procederes desatinados e infructuosos. Que la ovacionen es señal muy preocupante.
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