Siempre me he preguntado por qué la gente “progre’’, de avanzada, muchas veces de izquierda, envidia tanto a quienes tienen dinero y viven comodamente. Alguien podría sugerir que el fenómeno tiene su origen en los revueltos años sesenta. No es cierto. Para entenderlo, basta con remitirse a la historia de Los Murphy. Se trata de un cuento de hadas, con un final melancólico, que anunciaba la llegada de la Segunda Guerra Mundial.
Pocos matrimonios de los años veinte en Estados Unidos dejaron rastros en un Olimpo artístico como esta pareja adorable: Tierna es la noche, de Francis Scott Fitzgerald; Las nieves del Kilimanjaro, de Ernest Hemingway; El gran capital, de John Dos Passos; y Mujer de blanco, de Pablo Picasso. En todas estas obras inmortales existen huellas de identidad de los Murphy.
El padre de Gerald Clery Murphy era un comerciante que había amasado una fortuna notable con la venta de marroquinería fina en la Costa Este. El de Sara Sherman Wiborg era un magnate industrial. Vivían en East Hampton, Nueva York, en una mansión de 30 habitaciones llamada The Dunes. Viajaban por Europa en trenes que eran como hoteles en eterno movimiento. Pero estos jóvenes se aburrían.
En 1915, cuando Gerald Murphy regresó de la Primera Guerra Mundial y apenas estudiaba arquitectura paisajística de Harvard, se casaron. Ninguna de las dos familias consentía la unión. Los padres de Sara veían a Gerald como el vástago de un comerciante. Los de Gerald lo consideraban inutil y bueno para nada.
El matrimonio fue una liberación, una oportunidad para llevar una vida cercana al ideal tolstoiano que los desvelaba. Deseaban trabajar hombro a hombro. Cansados ambos de llevar una vida intrascendente, en 1921 huyeron a Europa, con sus tres hijos (Honoria, Baoth y Patrick). La tasa cambiaria los favorecía ampliamente.
Aunque París los encandiló, se mudaron a la Costa Azul, en La Villa América, su casa en Cap d’Antibes. Con la llegada de los Murphy el rostro de la Riviera Francesa cambió. Invitaron a los amigos a la playa La Garoupe: Los Fitzgerald, Hemingway y sus dos primeras esposas, los Picasso, Fernand Léger… Frente al mar, en los bosques de Niza y Montecarlo, las fiestas no cesaban.
“Pero Francis y Zelda odiaban la riqueza heredada, el glamour eterno que los acompañaba, el aire de segura satisfacción, el porte infalible de quienes saben que nada malo puede sucederles’’, escribió Brooke Allen. Fitzgerald era un bebedor empedernido y se ensañaba con Gerald Murphy. Su venenoso resentimiento era legendario.
«Sara est trés festin», decía Picasso, complacido, al verla adornar con flores y hiedra el mantel para un picnic. En Fiesta, Hemingway los tildó de «bastardos» ricos. «Fueron nefastos para la gente, pero más aún para ellos mismos, y vivieron para tener, finalmente, toda esa mala suerte». Este comentario era imperdonable, porque metía el dedo en una herida insalvable.
El crack de la Bolsa de Nueva York, en 1929, era una señal de que los tiempos malos habían llegado. Los médicos diagnosticaron que el hijo menor de Los Murphy, Patrick, padecía tuberculosis. Seis años después, el hijo mayor, Baoth, murió de meningitis. Y en 1936, Patrick dejó de pelear con los pulmones y falleció en los brazos de su madre.
En 1937 los Murphy regresaron a Estados Unidos. La empresa familiar de Gerald había entrado en decadencia. Y el matrimonio, golpeado por las tragedias de dos hijos muertos, comenzó a distanciarse. Sobrevivía el aroma fugaz de unos años dorados en la Riviera Francesa, muy a pesar de unos intelectuales brillantes, pero envidiosos como pocos, rencorosos con el dinero ajeno. Tipos geniales, que eran malas personas.