Por: Sergio Dahbar
Siempre me pregunto sin encontrar una respuesta adecuada ¿cómo se complace a una persona que lo tiene todo? Por ejemplo, ¿cómo sobrevive a un desplante amoroso alguien que nunca ha tenido que esforzarse por pagar una factura en su vida, ni conoce el sudor que genera un aprieto económico tras otro? Siempre desemboco en el mismo cul de sac.
Lacan convencía a algunos pacientes millonarios para que se acostaran en el diván en diferentes ciudades europeas. Así la terapia adquiría relevancia económica y no se convertía en una rutina más sin importancia.
He vuelto a pensar en tema tan espinoso después de leer en la prensa española que uno de los máximos goleadores de la liga española, el portugués Cristiano Ronaldo, está triste.
Inmediatamente me he preguntado: ¿pero, este muchacho tiene razones para deprimirse? Asunto complejo. Alguien podría susurrar que los ricos también lloran.
Yo argumento que el problema no son las lágrimas sino las razones que las movilizan.
Como las redes no perdonan, y son más veloces que Chávez capitalizando la torpeza cometida por su gente en Amuay, ya han bautizado al niño dorado del Real Madrid como Tristiano. Y está tan down esta estrella que ya no celebra los goles, como los dos balonazos que le clavó al Granada.
Ha sido inevitable que conecte la noticia del decaimiento de la líbido de Cristiano Ronaldo con el país donde juega fútbol buena parte del año, España. Y me he vuelto a preguntar: ¿cómo sonará en los oídos de gente que ha perdido casas y apartamentos en una crisis económica que se está llevando el euro por un despeñadero esta falta de alegría inexplicable? Feo asunto.
No nos podemos abstraer de que Cristiano Ronaldo gana un sueldo de 10 millones de euros al año. Tampoco de que es un muchacho imprudente, si acaso la noticia que comenta John Carlin en un excelente artículo de El País es cierta: Se apoyó en el hombro de Florentino Pérez, quien en esos días había perdido a su esposa y lo último que necesitaba era un malcriado con el ego adolorido para consolar.
Carlin compara de manera brillante a Ronaldo con Nadal. Mientras el primero se deprime intuye más de uno por los premios recibidos por Iker Casillas y Xavi Hernández, o por los mimos ofrecidos por su insumergible compatriota Mouriño a los recién llegados al Real Madrid, el segundo sabe que Federer es el mejor del mundo y, sin embargo, es feliz y pelea todos los días por ser mejor.
Dos actitudes, mi querido Watson. Dos maneras de enfrentar el mundo. Materia prima para gurús de la motivación.
Y ahí no he podido sino recordar a Ingrid Betancourt, que ahora según noticia reciente estudia Teología y griego en la apacible ciudad de Oxford, con la idea de ganar el tiempo perdido. Nunca están de más los conocimientos divinos, ni la lengua más educada del siglo IV antes de Cristo.
Pareciera más una manera de exorcizar la peor imprudencia cometida por una muchacha acomodada en el planeta: después de seis años de cautiverio en las selvas colombianas, reclamó ante el Estado de Colombia más de 5 millones de euros por supuestas responsabilidades oficiales cuando fue secuestrada por las FARC en el año 2002.
¿Necesitaba Ingrid Betancourt, hija de un diplomático ante las Naciones Unidas y de una reina de belleza, glamorosa y radicalmente libre, autora de un best seller y educada en lo mejor de las tradiciones franceses e inglesas, solicitar un rescate en un país castigado salvajemente por la violencia y las venganzas incesantes? No. Pero lo hizo y aún paga el precio.
Quiero desactivar cualquier malentendido de algún lector distraído: no me molesta el dinero que acumula la gente. Enhorabuena, si es bien habido y con mucho trabajo por delante. Si me ofuscara esa tontería, quizás usaría esas ridículas franelas rojas que prosperan en las oficinas públicas como la hierba mala.
Lo que me irrita es la frivolidad de la abundancia. Hay gente que nunca tendrá más por mucho que tenga. Siempre serán pobres de alma, parte de esa cofradía que como Ronaldo hacen un gol y el gesto espontáneo que muestran no es la alegría por el trabajo en equipo sino el «tranquilos, que aquí estoy yo». Gente que hace pública su tristeza para convertirla en espectáculo.