Al diputado Diosdado Cabello no le gusta que la periodista diga la palabra “oficialismo”. Le molesta. Le irrita. Por eso salta a corregirla con una vehemencia casi canina. Como si quisiera morder la palabra en el aire. Responde de forma obsesiva: “Bloque de la patria”, dice. “Bloque de la patria”, repite. “Bloque de la patria”, insiste. Es un devoto militante de la exasperación.
El oficialismo actúa sobre el lenguaje de manera obsesiva. Conoce su importancia. Ha aprendido que a veces las palabras son más eficaces que una Kalashnikov. En el terreno de la comunicación ha recuperado batallas que tenía perdidas en la calle. Son un ejército verbal asombroso. Tienen una envidiable disciplina en el vocabulario. Nadie encontrará a un solo funcionario que –en estos momentos– se refiera a la “oposición”. La instrucción es hablar de la derecha, de la ultraderecha. Y así se reitera por todo el mapa en cualquier voz oficial. Se escucha en las radios, se escribe en la prensa; solo así se pronuncia en las declaraciones públicas. Así también se va distribuyendo en las bases, entre la gente. Hasta que parezca una verdad.
Basta un breve registro desde aquellos días de febrero de 2014 hasta este instante para ver cómo la compleja y plural realidad ha sido tapada por una sentencia: “La derecha asesinó 43 personas en esas guarimbas”. Quien se hunda mínimamente en la historia, incluso desde la perspectiva radical de la izquierda, descubrirá que hay en esas palabras una versión falsa o incompleta de la realidad. Lo más cierto, por desgracia, son los muertos.
En esa frase no aparecen los funcionarios y escoltas que realizaron los primeros disparos en el centro de Caracas, hiriendo y asesinando a manifestantes. En esa frase no aparecen los miles de estudiantes golpeados, detenidos y procesados inconstitucionalmente. En esa frase no aparece el legítimo derecho de protestar –por la razón que sea– que tiene cualquier ciudadano. Pero la frase se promueve con pasmosa naturalidad. Con mayúsculas y signos de exclamación. La repetidora del poder la pronuncia como si fuera un hecho incuestionable.
Con esa misma manipulación del lenguaje, el diputado Cabello también enfrenta una discusión tan seria y difícil como una probable Ley de Amnistía. Da por sentado que los diputados no oficialistas son todos responsables de las trágicas muertes ocurridas en febrero de 2014. Dice que los victimarios no pueden perdonarse a ellos mismos. Es un método simple: con su discurso convierte a los parlamentarios en culpables y, desde esa sentencia, después los descalifica. No hacen falta más explicaciones. No son necesarias las evidencias. El discurso en sí mismo es una prueba. El lenguaje se transforma en una virtud moral que, además, legitima y sacraliza a quien lo ejerce. Si yo lo digo, todo puede ser verdad.
Ahora que andan tan guerreros y combatientes, sería muy saludable para los venezolanos recordar cuándo y por qué el oficialismo prefirió guardar silencio. Busquemos algunos ejemplos en años recientes: en mayo de 2015, el “bloque de la patria” se negó a debatir sobre la inseguridad. En ese mes, también impidió que se realizara un debate sobre la crisis económica. En abril de 2015 no aprobaron un debate sobre el lavado de dinero en Andorra, es decir, sobre la enorme corrupción en la que parece estar implicada Pdvsa. Tampoco quisieron que hubiera una discusión sobre el caso del Esequibo. Ni sobre la situación de las cárceles, ni sobre los apagones, ni sobre los acuerdos firmados con China, ni sobre la situación de los trabajadores siderúrgicos… por no citar casos francamente asquerosos: ¿sabes cuántas veces el bloque de la patria impidió que se hablara sobre el caso de Pdval y las toneladas de comida podrida? Nueve.
Una breve historia de los debates no aprobados por el oficialismo puede ser una radiografía directa. ¿Para quién trabajan? ¿A quiénes protegen? ¿Qué intereses defienden? En el larguísimo silencio parlamentario de todos estos años están las respuestas a todas estas preguntas.