Por: Jean Maninat
En política no hay muertos, es una máxima convertida en lugar común, seguramente forjada y promovida por los propios interesados, y así mantener abiertas sus posibilidades hasta el último suspiro. Antaño, vestían de traje y corbata día y noche, impecables y bien peinados, no fuera a ser que la suerte tocara a su puerta y los encontrara desarreglados, impresentables ante el llamado de la historia. La política era un oficio digno y como tal había que llevar la espera de su turno al bate: dignamente.
Fue antes de que los hemiciclos se llenasen de vociferantes sudados a quienes las corbatas les producían erupciones antisistema en el cuello y las ideas les causaban trombosis cerebrales que les coagulaba el entendimiento. Y mucho antes de que crucifijos y rosarios formaran parte de la irrespetuosa buhonería política-electoral de nuestros días. (No recuerda uno a los históricos dirigentes socialcristianos -Giulio Andreotti, Helmut Kohl, Rafael Caldera- cubiertos de guindajos religiosos como si de babalawos se tratara. Sus aciertos tenían y sus tortas ponían sin meter a Dios en el paquete).
Por eso resultó tan curiosamente agradable la irrupción tranquila de Edmundo Gonzáles Urrutia, provisto de un evidente don de gente que raya en la bonhomía y un historial de diplomático de carrera, profesional y discreto como debe ser. Asumió el papel de candidato “tapa” -grotesco término para designar a cualquier emergente- con disciplina y prudente entusiasmo. La tapa venía con sello propio. Por eso resulta tan lamentable observar a la jauría del radical chic denostarlo, acusarlo de traidor (el calificativo preferido del bellaco intelectual) desde la inutilidad de sus fracasos bien remunerados en el exterior. El proceso de su exilio en España, de sus pormenores, está en plena construcción y se irá develando con el tiempo. Y por cierto, también resulta lamentable el uso doméstico que se quiere hacer de su exilio en la política española. (¿Por qué habla tan alto el español? Se preguntaba el poeta español, León Felipe).
En política no hay muertos, quedan víctimas de TEPT (Trastorno de estrés postraumático), lisiados morales, adictos enfebrecidos que sufren arrebatos visionarios, tragafuegos y cheerleaders, tomadores de notas para la historia y tomadores de pelo para los incautos. A Edmundo Gonzáles Urrutia no le hicieron ningún favor nombrándolo candidato-tapa, al contrario, incluso quienes decían estimarlo bien, partían describiéndolo como alguien sin ambiciones políticas, que estaba allí a pesar de sí mismo, por deber patrio, tocado por un soplo de vida prestado como Pinocho. Un ser superior impedido le había transmitido su encanto. (En artículo reciente en un diario español, teclados amigos lo describen como habiendo sido: “un operador político de segundo escalafón, casi un desconocido”, ¡no me defienda compadre!).
Se ha dicho que su exilio cambia el juego radicalmente. No pareciera, quien tiene la jefatura en la oposición la sigue ejerciendo con mano de hierro, la nomenclatura gobernante no pareciera dispuesta a dejar el poder a pesar de su aislamiento, incluso entre amigos, y la comunidad internacional tiene fresco el recuerdo del último interino y no quiere repetirlo. Pero la política es un cajón de sorpresas y quizás Gonzáles Urrutia cavile sobre la importancia de llamarse Edmundo…