Por: Jean Maninat
Dos de los hombres más poderosos del planeta caminan lado a lado en la plaza Tiananmén. Hablan sonriendo discretamente, como si fueran muñecos de ventrílocuos, solo ellos lo logran, los poderosos de verdad, no los genios vendedores de carros eléctricos que tienen que ser histriónicos, dicharacheros y vulgares. Se hacen confidencias, cada uno en su lengua nativa, y parecen entenderse aun cuando no se nota la presencia de intérprete alguno a su alrededor, pero ambos asienten ligeramente con la cabeza. Xi Jinping presidente de China y Vladimir Putin presidente de Rusia, supondría uno, hablan de los temas mundanos que son la materia de la charla intrascendente, del chit-chat pasajero entre colegas en la cúspide en marcha hacia un evento oficial.
(Sí, es cierto, también marcha el frente, junto a ellos, el líder supremo de Corea del Norte, Kim Jong-un, pero su liderazgo no resalta, está demasiado feliz de estar allí, no se lo cree, se le nota en la risa de niño).
Mas no, ni Xi Jinping presidente de China, ni Vladimir Putin presidente de Rusia están hablando de hologramas que reproduzcan su presencia física en los museos cuando ya no estén, sus rostros en las monedas y billetes bancarios (que desaparecen como los dinosaurios de la faz de la tierra). Un descuido, un micrófono abierto, los expone: La conversa -según medios internacionales (CNN 17:54 ET, 21:54 GMT, 03/09/2025)- iría más o menos así: “En unos años, con el desarrollo de la biotecnología, se podrán trasplantar órganos humanos constantemente, para que (las personas) vivan cada vez más jóvenes, e incluso se vuelvan inmortales” habría dicho Putin, a lo que Xi habría respondido, “Hay predicciones de que en nuestro tiempo las personas vivirán hasta los 150 años”. No, no hablan de temas baladí: hablan de la inmortalidad del hombre, es decir, de su propia inmortalidad, la que rozarán: “…en nuestro tiempo”.
(Ninguno de los dos levanta la mano y exclama: “Camarero, dos vodkas más, bien helados” Están absolutamente sobrios, y eso es lo preocupante).
Para ser perfecta la foto, para adquirir prematuramente un tono sepia histórico y el aroma marítimo de Yalta, hace falta la presencia del número uno, del mero, mero, del hombre de Mar-a-Lago, el que lleva al mundo nariceado en una crisis permanente de nervios a prueba de ansiolíticos. Solo junto a él, sentados los tres con una tasa de ayahuasca entre las manos, podría redoblar sentido hablar de la inmortalidad en medio de tanto frenesí desatado. La ruta autoritaria es la ruta más segura -supone todo líder autoritario- a la inmortalidad. De allí nace el gusto de sus antecesores por el mármol, el bronce -las materias resistentes a la intemperie y las chorreadas de los pájaros- para perpetuar la transitoriedad personal del déspota que tuvo el tesón suficiente para apabullar a los otros, los que hipnotizados, seducidos por la audacia transgresora del “loco”, se rinden a sus pies. ¿Remember el galáctico?
¿Se recordarán los que vienen de los vínculos con lo sobrenatural de Milei y su hermana, el “Jefe”? ¿De los Macbeth de Managua y el amor dinástico por sus vástagos? ¿De los trajecitos de principito eterno del cancerbero de El Salvador? ¿De las dinastías socialistas y plebeyas que ungen al primogénito con plata pública? ¿De los devaneos atemporales de Xi Jinping y Vladimir Putin?
Sostenía el mito griego que el cangrejo era inmortal porque su caminar de lado engañaba al tiempo (como el paso de la mulata Encarnación). Desde que el mundo es mundo, los caminos están repletos de cangrejos aplastados mientras pensaban en su propia inmortalidad. La mulata Encarnación, por su parte, no hace más que tararear lo que la orquesta interpreta…





