A cualquier extranjero que le pregunten, dirá que los venezolanos éramos simpáticos y dicharacheros pero muy pedantes. Sobraos, pues. Con esta plaga que nos cayó encima, se nos ha agriado el carácter. No es para menos, que el asunto no ha sido ni es leve. Por supuesto que haciendo de tripas corazón pues intentamos no hundirnos por completo en un pantano de pesadumbre. Ciertamente, incapaces de encontrar la vía para llegar al fin de esta maratónica tragedia, a todo intentamos sacarle punta. «¡Bochinche, bochinche…!», decía el hijo de la panadera.
El humor, en el caso de los británicos, es más bien un disipador de una tristeza producida por un clima áspero. Los argentinos, mezcolanza de españoles e italianos con agregados culturales franceses e ingleses son, no tengo duda, los que más y mejor se burlan de sí mismos. En nuestro caso, el sentido del humor es un pararrayos, un salvavidas, un recurso de supervivencia. Estaríamos peor de lo que estamos si no fuéramos capaces -como lo somos- de aderezar nuestra tragedia con varias cucharadas de comedia.
Nuestros humoristas, los que ya están viendo las margaritas desde abajo y los que todavía están echando la vaina pareja, suelen ser gente muy preparada, con mucha lectura y estudios. Cuando le dan a la sinhueso, muestran su maestría en las artes de la insinuación, de las sutilezas del lenguaje, de las frases cáusticas. Los verdaderamente buenos no son chabacanos y si algo entienden es eso que llamamos «el alma nacional». Desnudan la risa y nos desnudan al provocarnos carcajadas tras las cuales hay algo muy profundo, una ácida crítica, un grito de alerta.
No ha habido ni habrá autocracia alguna que pueda contra la inteligencia del humor. Quizás los estrategas políticos que están asesorando a los candidatos harían bien en incluir en la narrativa algo de humor. A veces más poderosa es una carcajada que un grito. Y puede incluso que tenga más «recall».