Publicado en: El Universal
La idea de que las autocracias no responden a la presión política parece cada vez más extendida entre nosotros. Lleva tiempo gestándose, claro, antes incluso de que contra toda evidencia empírica, a alguien se le ocurriese acuñar tóxicos mantras como “dictadura no sale con votos” o “con criminales no se negocia”; tóxicos, en la medida en que petrifican el pensamiento crítico y lo reducen al mero slogan, en que detienen la vigorosa sinapsis que da cabida a la duda o evitan el análisis sereno de procesos históricos y la revisión de viejas omisiones e imprudencias. Ciclos sin elaboración cuya impronta seguirá allí, por cierto, encajada en nuestra espalda como un hinchado fardo, retando la certeza del baño irrepetible que invoca el río de Heráclito.
Cuesta identificar, sí, el cómo manejarse exitosamente en contextos como el nuestro, mientras al mismo tiempo se brega para que el menoscabo de la condición humana, el miedo o la indignación no anulen mente y espíritu con sus vacunas anti-racionalidad. Hoy pocos pueden darse el lujo de refugiarse en oasis ajenos a una pesadilla que aplica su rebanadora igualitaria; que nos deja, literalmente, secos y sin luces en pleno siglo XXI. Un Estado rebasado por la calamidad, una economía devastada, la vida bajo amenaza; eso y el hipertrofiado hartazgo apenas dejan lugar para una reflexión que vaya más allá de la simplificación propuesta por el marketing, el “todo o nada”, el blanquinegrismo de la lógica binaria.
Ah, pero justo allí está la primera tentación que la dirigencia debe torear: la de lanzarse a bailar en la misma arena movediza de la exasperación colectiva, la de diluirse en el pathos o desmantelar la trinchera de la razón asumiendo que, si las opciones políticas menguan, toca esperar a que el colapso, la rabia caótica, el desgaste o la contingencia –y no la deliberada acción del liderazgo- allanen el atasco. Salvando las distancias y aún admitiendo la rareza del pelaje de nuestra “bête noire”, no es esa la lección que dejan países donde la porfía dialógica se volvió herramienta de cambio para quienes resistían el embate despótico. Aún cuando la encrespada protesta adquirió protagonismo (un factor de tensión-presión al que también recurrió la oposición en los emblemáticos casos de Polonia, Checoslovaquia o Suráfrica, por ejemplo) la voluntad para encontrar salidas pacíficas dispuso variables distintas, destapó oportunidades de mediación donde en apariencia no las había, superó la expectativa y la inercia que el extremismo impedía conjurar.
En el caso venezolano no puede apartarse el hecho de que la política y sus tiempos se redimensionan gracias a una catástrofe social que reordena todo el menú de urgencias, uno cuya atención exige dosis ingentes de cabeza fría. Pero recordemos, además, que una realidad escindida -el poder simbólico en manos de la dirigencia opositora, por un lado, dueña de una auctoritas reconocida por buena parte del mundo (“aliados y confianza”, precisa Guaidó) pero limitada en su capacidad de ejecución; y un poder fáctico en manos de Maduro y su víscera militar, pero cuya solvencia logística y financiera para responder al descalabro es cada vez más exigua- hace insuficiente la potencia de cada uno, por sí solo, para cortar el nudo. Así, la inmovilidad que supone el topetazo de dos toros enganchados por los cuernos, es una promesa. ¿Qué pasará de mantenerse la resistencia a acordar jugadas que al menos logren aliviar el suplicio de la supervivencia?
La angustia no es gratuita. Mientras la retórica opositora escala y los desmanes del oficialismo para desactivar a su adversario no se hacen esperar, la expectativa de un mínimo consenso en torno a lo inaplazable es menos visible. La política, llave del laberinto, una y otra vez invocada para contrarrestar la visión de aniquilación del otro, insiste en volverse esquiva. Junto al recrudecimiento de la crisis, el escenario de confrontación (déjà vu tan terco como sus promotores) cobra nuevos vuelos entre opositores, aún a sabiendas de que quien moviliza colectivos y dispara también busca boicotear el sensato intercambio que lo pondría en tres y dos.
En medio del ardor antipolítico y los “Deus ex Machina” que algunos piden con cuchillo apretado entre los dientes, la propuesta de negociar salidas –sí, así como se negoció el ingreso de la ayuda humanitaria, lo cual comprueba la efectividad de una inteligente, práctica, no menos valiente presión política- sigue estando sobre la mesa servida por Mogherini y la UE. ¿Qué más se necesita entonces, amén de los motivos que impone la emergencia o el cálculo del costo de la violencia? Sin duda hará falta la capacidad del “hombre de acción” para entender el momento y conciliar lo irreconciliable, ese sentido de la realidad del que habla Berlin y que permite sacar jugo a la confianza depositada en el liderazgo. No es poca cosa, seguramente. Pero para ayudar a aterrizar lo que luce inalcanzable, ni más ni menos, están los políticos. A esa virtù seguimos apostando.
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