Por: Jean Maninat
En pocos meses, Podemos, la joven vedette de la política española actual, empieza a mostrar los síntomas de fatiga que corresponderían a una organización veterana, de esas que se saben el va y viene, y son acusadas de albergar en su estructura «lo peor de cada casa». Digamos que es como si Shirley Temple envejeciera prematuramente en la pantalla, ante los ojos atónitos de su público, mutando a alta velocidad mientras canta y baila tap y los rulos dorados que eran su encanto infantil se tornan cenicientos.
Los videos donde Pablo Iglesias, con sonrisa de liceísta y porte de niño bien enojado con el sistema, asegura que representa lo nuevo y que él y su partido barrerán la escoria de la política tradicional, han adquirido una pátina color sepia y un aire de refrito que comienza a quisquillarle la memoria a la gente: ya yo he visto esto, ya yo he visto esto… Una cascada de hechos opacos, de reyertas internas inconclusas, de cadáveres que sacan una mano impertinente por la puerta del closet para indicar que están vivos, amenaza con hacerlos lucir, a él y los otros líderes de la organización, como clones aprovechados de la «casta» a la que han jurado extinguir. No son voces artificialmente creadas por los medios de comunicación que advierten la deriva, son sectores internos que ven sus aspiraciones de cambio convertidas en moneda común y corriente.
Apenas bajados del tiovivo de las elecciones al Parlamento Europeo, desde el cual tiraban besos y sonrisas alternativas y prometían el desmantelamiento de las políticas de rigor impuestas por los enemigos internos (el PP y la derecha), y los externos (Comisión Europea, FMI y BCE) y una vez contado el millón de votos que obtuvieron, se dieron a la tarea de enterrar sus viejas divinidades y las cuentas pendientes que tenían con ellas. La organización de ciudadanos dio paso a un partido de corte leninista, con un secretario general omnipresente y órganos de conducción centralizados. En menos de lo que espabila un indignado, se habían convertido en un partido de la «casta alternativa».
Hasta aquí podría ser la historia recurrente de un grupo humano que madura a medida que se va ejercitando en el difícil oficio de la política; en el arte de buscar una mayor eficacia para acoplarse al «sistema» y desde allí avanzar en sus ideas y propósitos de justicia social. Sólo que en este caso los portadores de la nueva moralidad traen en el bolsillo un portamonedas con la voracidad y tamaño de un agujero negro. Los cuatrocientos mil euros que facturó Juan Carlos Monedero y no declaró hasta que se hizo público su contrato, constituyen un resbalón mayor para quienes han voceado sus supuestos votos de trasparencia frente a la corrupta clase política que los rodea. Más reveladora aún es la respuesta que le han dado al hecho: esconder al llamado «segundo hombre» hasta que pase el vendaval. ¿Habrá una mayor muestra de la «casta» que se gastan?
Las monedas de Monedero trazan un rastro que conduce hasta la gran admiración que manifestaban los artífices de Podemos por el socialismo del siglo XXI y su obsecuente -y rentable- devoción por el fundador. Su tintineo público complica el discurso de virginidad política que sostiene Pablo Iglesias (recientemente, en Nueva York, declaró ser «un líder sin banderas políticas»).
Las amenazas del presidente Maduro en contra de las empresas españolas que trabajan en Venezuela, su pretensión de amordazar los medios de comunicación españoles (que tan amplia visibilidad le han dado a Iglesias) comprometen el cambio de piel de Podemos. Aún callando al respecto, sus líderes están diciendo algo.
Las monedas de Monedero, pesan un montón.
@Jeanmaninat