“Se hace lo que yo diga; aquí mando yo”. La expresión, que parece arrancada de cualquier página de nuestra historia política reciente, igual podría evocar los arrebatos regulares de un padre maltratador, de una maestra inflexible, de un atorrante prójimo aficionado al bullying, de un jefe abusivo y déspota, de un dictador amarrado a los vaivenes de su sacrosanta voluntad, su “Yo” espeso y sin diques. Cuando aún flota fresco el recuerdo no sólo de los rústicos modos del militar que ninguneó la potestad del presidente de la Asamblea Nacional (“Usted puede ser presidente de lo que sea… yo manejo mi conflicto como me dé la gana”) sino de las reacciones de quienes, lejos de valorar el autocontrol, juzgaron como falta de carácter no devolver la brutalidad, no es temerario afirmar que el talante democrático de nuestra sociedad boquea peligrosamente ante el apabullamiento al que lo sometió este reverdecer de la raigambre autoritaria. Una que no empezó hace 18 años, una que durante ese paréntesis de 40 años de democracia se mantuvo atada de manos, sí, resollando a medias pero atenta, esperando mejores (¿peores?) días para resurgir con la misma aspereza de siempre.
Imposible negar, claro, que la opresiva calaña del chavismo, el culto al caudillo destinado a “poner orden” en el caótico destino de un pueblo que -Oh, sedición pecaminosa- se atrevió a soñar con la autonomía, impuso notorio contraste entre un autoritarismo de nuevo cuño y una democracia que, aún imperfecta, todavía bailotea con dulzuras en nuestra mneme. Tampoco se niega que las odiosas maneras del autócrata han cundido con la lujuria de un cáncer, invadiendo cada resquicio, descuadernado referentes y emponzoñando hasta las almas más apacibles. Pero tampoco puede ignorarse que un buen trozo de ese autoritarismo no es del todo forastero, que viene arrastrándose hace siglos, anclado a nuestro inconsciente colectivo, asumido como práctica común en los espacios del ámbito privado o social donde, inevitablemente, se desarrollan tóxicas relaciones de poder que tarde o temprano introducen la violencia en la esfera pública.
En principio, basta hurgar un poco en nuestro pasado para advertir que el ensayo democrático aparece prácticamente como un suspiro bienhechor, del todo discorde con la casi ininterrumpida ristra de gobiernos autocráticos que hollaron con su impronta el anhelo de libertad de una sociedad: cosa que, paradójicamente, nunca ha dejado de repiquetear entre los venezolanos. Desembarazarse del rezago impuesto por los chafarotes fue leit-motiv que azuzó a ilustradas individualidades, tercos libertarios, indómitas conciencias hambrientas de evolución, lúcidos anticipos de una resistencia civil que fue perseguida, torturada, estrujada por el pétreo afán de los dictadores; potencialidades que reducidas por el aislamiento se veían limitadas en su acción política. Tras los fallidos intentos, no fue sino hasta 1958 cuando el advenimiento de la democracia concreta la aspiración de salir del primitivo atasco, una urgencia afín al proyecto de desbrozar el prejuicio y la ignorancia y conectar por fin con los valores universales de la modernidad. Pero en el río profundo de nuestro imaginario y cebados por la tradición, bucean los mitos esclavizadores, esa nostalgia del cacique, el prócer y semi-dios, el héroe que enfrenta en batalla decisiva a los demonios, todo para redimir al buen rebaño y llevarlo salvo a tierra prometida. Su tierra, eso sí. Que nadie allí olvide que depende en lo adelante de su tutela.
Sustituir un tirano por otro: vaya fortuna. En el corazón de toda sociedad cohabitan el ángel y la bestia, pero cuando la bestia ha largado sus detritus por tanto tiempo, no es fácil librarse de su hedor; más cuando el atavismo sigue cosido a las entrañas. Si en la esfera privada, el hogar -cuando no abandonado- seguimos alentando la paternidad castradora; si luego en la escuela toleramos a maestros devotos de la pedagogía heterónoma, la educación rectilínea, abocada a condicionar conductas en aras de la feliz obediencia y no del sentido crítico, no será raro encontrar líderes que en la oficina o en la política, lejos de fomentar la visión de la responsabilidad compartida, coparán todo el poder y la toma de decisiones, descalificarán a gobernados y colaboradores, los sobarán después como a inválidos: líderes que atornillan su excluyente verdad y emplean la amenaza como forma de asegurar el control. Y allí el íntimo avispero: esa cultura de la coerción, una sociedad auto-impedida para las sutilezas del “vivir juntos”, matriz del hueco negro del liderazgo autoritario.
La transformación necesaria hunde sus dedos más allá de la costra. Cuando la emergencia pase y toque repensarnos como colectivo -o incluso, justo ahora, cuando la dificultad impele a mejorar sobre la marcha- será bueno precisar la vieja, dañosa esquirla, limpiar profundamente el flemón; e ir echando bases para otro recomienzo, esta vez tocado, desde adentro, por la solidez del espíritu democrático.
@Mibelis