En Venezuela, el futuro más que una promesa parece un rumor persistente. Siempre está al llegar: en las conversaciones, en los titulares, en los discursos. Como ese autobús que anuncia llegada, pero nunca dobla la esquina.
“La esperanza es el calendario nacional”, diría alguien con más ternura que ironía.
A veces, uno siente que el futuro llega disfrazado de pasado. Proyectos fallidos, revoluciones incompletas, regresos con brillo de novedad. Se prometió un país potencia, luego uno soberano, después uno resistente. Todos siempre heroicos. Mientras tanto, el presente se convirtió en un bucle de ajustes.
Hoy el futuro se ha vuelto íntimo. Para algunos, comienza con un pasaporte. Para otros, cuando el dólar deja de regir sus días. Para muchos, se manifiesta cuando pueden dormir sin miedo, o imaginar un porvenir sin migrar.
El futuro aquí es leyenda oral. Se transmite como cuentos antes de dormir: con fe, con temor, con imaginación. Se habla de él como de un pariente lejano que prometió venir, pero siempre posterga el viaje.
Aquí, el futuro no tiene calendario, sólo frases célebres: “Ya viene el cambio”, “Esto no puede seguir así”, “La luz al final del túnel”. Sólo que el problema no está en esa luz que se quiere ver, sino en que el túnel parece haberse tapiado.
En otros países, el tiempo avanza linealmente. En Venezuela, se curva y se repite. El año 2025 puede ser 2002 con mejor internet y menos gasolina. El mañana se parece al ayer, aunque con nuevos términos: blockchain, diáspora. El futuro se reinventa como déjà vu con maquillaje.
Los líderes lo describen con entusiasmo y sin planos. Como quien vende parcelas en Marte. Mientras tanto, los ciudadanos han aprendido a vivir en lo provisional como si fuese definitivo.
El futuro es trámite pendiente: carpeta estacionada en alguna oficina pública en Caracas, susurros en el mercado. Se comenta que va a mejorar. Pero nadie dice cuándo, ni cómo, ni si va a traer pan.
A veces parece absurdo. Como un cuento de Ionesco tropicalizado: una nación donde las decisiones se toman por rumores, los apagones dictan la agenda y cada generación sabe que la realidad supera cualquier ficción.
Muchos tramitan su futuro en otras fronteras. Lo sellan en aeropuertos y lo solicitan en consulados. Se les llama emigrantes, pero quizás son visionarios buscando un mañana sin secuestro.
Y sin embargo, hay quienes siguen sembrando. Escriben, plantan tomates sin garantía, abren librerías donde la electricidad es una invitada caprichosa. Creen que el lenguaje puede sostener el porvenir aunque tiemble.
Cada gesto pequeño —una risa, un poema, una venta de empanadas sin soborno— es una declaración silenciosa de que el futuro existe, aunque sea microscópico. Aunque aún no es colectivo, se siembra en gestos privados.
Quizás el futuro en Venezuela no sea político ni económico: es narrativo. Habita en novelas aún no escritas, en monólogos, en una madre que plancha con esmero el uniforme escolar de su hijo.
En las universidades, imagino, se dicta una materia nueva: Cartografía del porvenir ausente. Aquí, el futuro se busca como quien busca señal en tormenta eléctrica. La brújula moral se desmagnetizó y el GPS dice: “Recalculando, espere unas décadas.”
Algunos cartógrafos se resisten: dibujan caminos con poesía, trazan rutas con humor, usan la ironía como machete para abrir brecha entre la desesperanza y el deseo.
A veces uno sospecha que el futuro ya llegó, pero disfrazado de influencer: con filtros, discursos motivacionales y una torpe obsesión por el éxito personal. Pero no habla de comunidad ni de justicia. Entonces uno lo mira y dice: “Este no es el futuro que pedí.”
Y sin embargo, los niños y jóvenes de hoy no conocen la Venezuela que fue. Su futuro es otro, inédito, libre de rasguños de nostalgia. Quizás el futuro no necesita comparación, sino invención.
Hay gestos que lo invocan: una señora vende jugo de patilla sin azúcar porque “así está la cosa pero igual refresca”. Jóvenes hacen teatro en plazas con más apagones que funciones. Un profesor da clases por WhatsApp porque el autobús se accidentó, pero sí llegó la fe.
Cada uno de esos gestos es una célula del futuro: imperfecta, valiente, rotundamente viva. Tal vez no llegue en horario estelar. Quizás se cuele por los márgenes, por las notas al pie, por los silencios entre una risa y un suspiro.
Hay países que no se entienden, se sienten. Y el nuestro, con cada herida abierta y cada gesto de ternura sin cursilería en mitad del caos, insiste en no rendirse. Lo contamos en cuentos porque el dolor pide ritmo y la esperanza, poesía. Porque nombrarlo así, entre metáforas y silencios, es sostener lo que aún no se ha caído. Y mientras podamos seguir contando, todavía queda país. Y futuro. Y el futuro no llega por extravío ni por error. La patria, honesta, sincera, no se transa en una licencia escrita con errores gramaticales para traficar con el petróleo; cabe en los ojos de esa mujer que amasa en una venta de empanadas.





