Mibelis Acevedo Donís

La porfía del necio – Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

“…Yo soy, como podéis ver, aquella dispensadora de bienes llamada por los latinos Stultitia, y por los griegos, Moria…” Cinco siglos han transcurrido desde que Erasmo de Rotterdam escribiese su célebre Morias Enkomion: “Elogio de la locura” (1511); valga también Elogio de la estulticia, de la insensatez o de la necedad. Antes que él, en 1494, Sebastián Brant había publicado su exitosa Nave de los Necios, Stultifera Navis, a bordo de la cual y con destino a la imaginaria Narragonia, viajaba un colorido repertorio de tontos-locos que sirvió para ilustrar los vicios de la sociedad de su época. Pero incluso antes que el humanista Brant, la literatura didáctica medieval ya había dejado como legado el Schildbürgerbuch o Libro de los papanatas, historias con estilo zumbón y similar intención moralizante.

Tales antecedentes no dejaron indiferentes a autores como Jean Paul Richter, quien, a sus sensibles dieciocho años y espoleado por las lecturas de Voltaire y Rousseau, publica en 1782 su propio ensayo sobre aquellos que “viajaban más pendientes de la brújula que del mapa”. En 1866, un discípulo de Hegel, Johann Eduard Erdmann, ofrecía a su vez algunas pistas para desenmascararlos: “Allí donde el sensato expresa una ligera duda, este dice “esto es así”; donde aquel dice “me parece”, este dice “ya se sabe”. En vez de “algunas veces”, a este se le oye decir “siempre”; en vez de “algunos”, se oye “todos”.

¿Qué narra, en resumidas cuentas, el divino poema de la Ilíada sino las pasiones de los reyes y de los pueblos necios?” A salvo de las modernas ergástulas de la cancelación, se habla libremente en estos tratados de quien “reúne toda la comida que puede y se la traga a la fuerza, para luego morir de hambre”, por ejemplo. O del que “se juega la vida, que ninguna fortuna puede recuperar, persiguiendo una ganancia exigua e insegura por todos los mares y vientos (…) Aún más divertidos para los dioses espectadores suelen ser los que resultan engañados por aquellos mismos a los que pensaban desplumar”. El tema, pues, -que Erasmo aborda evidentemente en clave de sátira, desplegando los alegatos de una “necedad virtuosa” que se presenta, se relata y adorna a sí misma, facunda y convincente- ha dado a los escritores mucha tela para cortar. Tanta, como los muchos rostros a los que se asocia.

Estulticia. Necedad. Estupidez. Locura. Tontería. Incapacidad, torpeza, vacuidad, estrechez de miras, fatuidad, desvarío. El periodista y psicoanalista húngaro, Paul Tabori (The Natural Science of Stupidity, 1951; obra en la que algunos ven calcos de la del historiador y lingüista Ráth Végh) la describe con esmerada erudición al explorar la historia de la necedad humana, advirtiendo sobre su aparición, siempre en dosis abundantes y mortales, en una “selva lujuriosa y prácticamente infinita”. Una que, por risible o estrambótica, no da menos motivos para la preocupación.

La política es un campo fértil para que tales desvaríos prosperen, nos consta. Algo que en 1984 confirmara la historiadora, periodista y escritora estadounidense Barbara W. Tuchman, en una obra siempre lúcida, siempre vigente: La Marcha de la locura. (Acá no está de más recordar a Weber, cuando afirma que la política no se hace sólo con la cabeza, no responde exclusivamente a la prudencia, sino que también requiere convicción y pasión; lo que resultaría, en el mejor de los casos, en una suerte de “locura razonada”). Cuando revisa las condiciones que hicieron que ciertas decisiones individuales fuesen contrarias al interés de los pueblos, Tuchman concluye que «la insensatez es hija del poder». En esta esfera, y a despecho del avance de las ciencias o las artes, la sabiduría -entendida como ejercicio del juicio actuando con base en la experiencia, sentido común e información disponible- ha resultado menos activa y más frustrada de lo que debiera ser. En línea con dicho planteamiento, Tabori cita al doctor Sándor S. Feldmann, un eminente discípulo de Freud. “Contrástase siempre la necedad”, decía este, “con la sabiduría. El sabio (para usar una definición simplificada) es el que conoce las causas de las cosas. El necio las ignora”. El ego humano, sobrepasado por el miedo, acabaría desperdiciando así un instrumento de raciocinio carente de defectos.

Ese vacío de entendimiento, esa incapacidad para reconocer “las causas, las conexiones lógicas que existen detrás de los hechos y de los objetos, y entre ellos” aparece como síntoma de la condición que Tuchman también distingue en su análisis. “Problema crónico y omnispresente”, el autoengaño, la ceguera del líder inmerso en una situación límite, le impide intuir y mucho menos observar con claridad lo que la realidad le está sugiriendo. De este modo, en lugar de desmenuzar los hechos sin dejarse arrastrar por el nerviosismo, la ignorancia, el prejuicio o el sesgo de confirmación -gimnasia que todo aspirante a político debería dominar- opta por las interpretaciones personales, sin base aparente de razón. Lo peor es que ante el espectáculo lunático de estas decisiones, cuenta Tuchman, no faltó quien las cuestionase, actores que intentaron disuadir al líder, apartarlo de su “adicción a lo contraproducente». Pero no sólo no fueron escuchados, sino que resultaron sancionados, desacreditados, humillados. Víctimas de panfletos insultantes, acusados de brujería. Proscritos sin clemencia.

Podría decirse que esa necedad-insensatez-locura política, cuya aparición resulta intemporal y universal, abreva también en una testarudez: negarse a aprender de la experiencia. La buena y mala, la propia y ajena. ¡Ay! En eso hay comprobada rutina en Venezuela. Si algo han exhibido nuestras élites políticas en los últimos años, es su afición por ingresar una y otra vez en ciertas arenas movedizas, aun trajinando con una madeja reciente de pérdidas, regresiones y rupturas. A las puertas de procesos que exigen tomas de decisiones nuevas y trascendentes, y aun tropezando con ocasionales chispazos de sensatez, la incertidumbre se dispara: ¿volverán los espejismos -la fuerza que no se tiene, la apuesta a la calle en tiempos de escepticismo, el “quiebre” milagroso- para nublar la comprensión con sus dolosos barullos? Veremos. Entretanto, conviene reconciliarse con la evidencia y actuar como el lector avisado de Erasmo, a quien los fascinantes modos de la necedad tal vez divierten, pero no engañan.

 

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