“No son las espuelas de un gallo andino las responsables del arreglo, la garantía contra insolencias foráneas, como dicen por ahí unos patriotas entusiastas de nuestros días, sino el ímpetu de un poder que se estrenaba para no despedirse al día siguiente. Lo de hoy ante Guyana es diferente, desde luego, pero en su solución no estorba la descripción que aquí se ha intentado”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
A principios del siglo XX Venezuela está cargada de deudas. Y no tiene cómo pagarlas, por supuesto. Todavía no tiene petróleo, ni estabilidad política. Le debe a la banca europea más de ciento veinte millones de bolívares, y unos noventa a los acreedores internos. Las aduanas están quebradas y no hay manera de levantar un dinerillo. El comercio es más fantasía que realidad. Aunque heridos de muerte, los levantiscos caudillos todavía no han viajado hacia el cementerio y pueden regresar a la casa de gobierno después de otra sangrienta guerra civil. Nadie le quiere prestar ni un céntimo a un país sin bolso ni cabeza. Vamos a recordar lo fundamental de lo sucedido entonces, que hoy vienen repitiendo muchos comentaristas realengos cuando vivimos una crisis por la reclamación del territorio Esequibo. Es bueno hacer memoria de esos sucesos lamentables y exagerados en su interpretación, para que no nos metan gato por liebre.
Los financistas europeos, especialmente los alemanes del Disconto, están hartos de la impuntualidad de los deudores y reclaman con urgencia unos pagos que no parecen probables, pero que pueden cambiar por dominios territoriales. Si no pagan arreglaremos las cosas por las malas, anuncian, para que un desesperado canciller les pida paciencia desde Caracas, o la posibilidad de un arreglo que se ventilará en los tribunales venezolanos. En respuesta, los gobiernos de Alemania e Inglaterra, entre el 8 y el 9 de diciembre de 1902, anuncian su unificación para solucionar el asunto por las malas. De inmediato, y antes de declararse oficialmente el bloqueo de las costas venezolanas, el comandante de la flota aliada ordena a sus acorazados la captura de unos lamentables barquichuelos que forman la “armada” nacional. También ordena el desembarco de sus infantes para la protección de las personas de sus cónsules. Llevado a cabo el desembarco, los gobiernos de Italia, Francia, Bélgica y España se unen a la coalición invasora.
El presidente de la República, Cipriano Castro, se atrinchera en una emotiva alocución que todavía recordamos y festejamos: “La planta insolente del extranjero ha profanado el suelo sagrado de la patria”, afirma en su párrafo inicial. Después ordena la libertad del más famoso de sus prisioneros, el Mocho Hernández, para procurar el apoyo de la oposición, y distribuye órdenes urgentes de acuartelamiento y combate. Silencio sepulcral de los gobiernos latinoamericanos frente a la agresión. Con la excepción de Argentina, cuyo canciller publica un extraordinario documento contra el cobro compulsivo de acreencias a países débiles y empobrecidos. Aparte de hacer una resistencia estéril y valiente que se comenta con hipérboles en la prensa, el acosado Gobierno se refugia en la retórica sin dar pie con bola. Por fortuna, unas manifestaciones populares comienzan a ofrecerle claridad, a darle pistas en torno a un arreglo salvador. En Caracas y en Maracaibo, una muchedumbre formada mayoritariamente por gente joven, por estudiantes de unos institutos que apenas abren sus aulas cuando hay plata para pagar el personal, claman por el apoyo de los Estados Unidos: ¡Viva la Doctrina Monroe!, gritan y gritan. Es entonces cuando el general Castro se anima con un tímido cablegrama que envía a la Casa Blanca, para que su inquilino se entere del entuerto.
El vigoroso Teodoro Roosevelt no necesita el mensaje de don Cipriano para saber lo que está pasando. Su Departamento de Estado le ha informado que Inglaterra pretende establecerse en las bocas del Orinoco para estar más cerca de sus colonias guyanesas, o para cualquier otro menester, y que el káiser planea la construcción de una base naval en un playón de Margarita. Por intermedio de su embajador en Caracas, hace saber al Foreign Office y a la cancillería de Berlín que reclama el cese inmediato del bloqueo de Venezuela, para hacer buena la proclamación hecha en momento oportuno por el perspicaz y profético Monroe. Colorín Colorado: los invasores se van con el rabo entre las piernas, quizá imaginando que el mandatario yanqui tiene ganas de estrenar un garrote que guarda en el escaparate de la oficina oval; o por sugerencias o tratos sigilosos que nadie ha sido capaz de descubrir.
En adelante el Gobierno de Estados Unidos asume la representación de Venezuela ante los acreedores, sin que en Caracas se enteren cabalmente de los detalles. El entuerto se remienda con la suscripción de unos protocolos en Washington, en cuya redacción la participación venezolana es apenas intermitente. En suma, no son las espuelas de un gallo andino las responsables del arreglo, la garantía contra insolencias foráneas, como dicen por ahí unos patriotas entusiastas de nuestros días, sino el ímpetu de un poder que se estrenaba para no despedirse al día siguiente. Lo de hoy ante Guyana es diferente, desde luego, pero en su solución no estorba la descripción que aquí se ha intentado.