Publicado en: El Universal
La crisis muerde los tobillos, muta en tarasca cada vez más deforme, galopa a lomos de un jamelgo enloquecido, frenético. Si alguna certeza van dejando las horas es que el país bulle en un hervidero difícil de atajar. “Ante sanciones, más elecciones”, han lanzado sin embargo los mandones desde su púlpito inabordable, como rechifla a las posturas de una comunidad internacional escandalizada frente a la violencia, el ánimo de exterminio, el mutis de la justicia, el apego por la tropelía que sucesos como los de El Junquito desnudan sin finezas. La unilateral decisión de adelanto de elecciones, a su vez, causa nuevas ronchas en los cortijos de la diplomacia, dejando como pago el abandono de la negociación por parte del canciller mexicano y el rechazo tajante del Grupo de Lima. Una jugada previsible, quizás, vista desde la óptica de quien involucrado como facilitador en trámites de esta índole espera actitudes de compromiso mínimo respecto a los acuerdos; pero que en la práctica, y dado el antojadizo talante de quienes nos gobiernan, sólo parece servir para avivar las candelas de sus arbitrariedades.
El mundo, que tanto interés ha mostrado por alentar una salida pacífica y negociada en Venezuela, se topa así con los sinuosos modos de un interlocutor presto a desbancar toda lógica política con tal de retener el poder. Uno capaz de exhibir ampulosamente, incluso, su disposición a entenderse con su adversario -al que grita “¡golpista, enemigo del diálogo y la paz!”- para luego armar un berrinche patriótico y antiimperialista cuando siente que las reglas no lo acarician. El bufido de esa fiera ladina y hostil, no obstante, es harto conocido para los venezolanos; sabemos que acorralada por las circunstancias no suele devolver parálisis o retroceso, que su natural reacción es la huida hacia delante, la caótica dentellada, el zarpazo feroz, la defensa rabiosa del territorio que considera suyo y de nadie más.
Para nuestro “gran Otro” político, sustituir la deliberación por revancha ha sido su manera de mostrarse “fuerte”, de contrarrestar el reclamo o la intimidación: una anomalía que hoy impacta a los amigos extranjeros y cuya rúbrica acá repasamos en piel propia. Holladura del pensamiento tribal, la política entendida como invocación permanente a la guerra, reducida a un básico tráfico de exigencias y amenazas que se ancla al “giro afectivo”, -tan propio de los populismos- al infantil envión de la emoción neutralizando los afanes de la racionalidad: “Si me castigas por golpear a mi compañero entonces lo golpearé dos veces”. Obligarlo a gestionar el conflicto civilizadamente es arrebatarle su raison d’ètre: de allí el riesgo que entraña no sólo emprender un proceso de negociación con un actor levantisco y normofóbico, renuente a ceder espacios o a dejar de ver en el otro un mero objeto de sus antojos; sino terminar enganchado en su juego, ser botín de la incertidumbre que este genera y que pone en jaque toda posibilidad de construcción de confianza y avances.
De allí que aún acogotado por el brete no sólo económico sino de gobernabilidad, el régimen igual opte por sacudirse los traíllas que lo sujetan a la mesa de diálogo y, en condición de “víctima privilegiada”, (como si la “humillación” le confiriese derechos para trocar en verdugo) riposte a las nuevas sanciones con visible ánimo de represalia: «Estamos listos. Más agresión, más democracia… Esa es la actitud y la respuesta que en política debe asumir un soldado del siglo XXI”, disparó el ministro de la Defensa. Resbalosa movida, sin duda: pues aún en medio del desconcierto que sigue dando cuerazos a las fuerzas opositoras, aún cuando “el espíritu revolucionario se nutre de la ignorancia del porvenir”, como afirmaría Raymond Aron, las “condiciones objetivas” no son precisamente amables para los autócratas
¿Cómo asumir ese desafío? ¿Conviene esperar por nuevos gestos -concretos, no retóricos- por parte de una comunidad internacional que ya se declara adversa a admitir la legitimidad de unos amañados comicios? En caso de que esa concreción no ocurra o no logre procurar mudanzas útiles y a tiempo: ¿optamos por convertir la amenaza en oportunidad, organizar la rabia y acudir masivamente a dar la pelea electoral (apostando, muy conscientes de la tenaza del fraude estructural, a que la amplia movilización sea capaz de precipitar un quiebre sustancial) o trajinamos con los inciertos saldos de la abstención? ¿Ser o no ser? ¿Hacer o no hacer?
Elegir la ruta -tarea en la que toca invertir grandes dosis de sensatez, más que deseos- tendrá que pasar, claro, por una prolija consideración. Una que contemple la acción unitaria y articulada, el vital apoyo internacional, la previsión logística para detectar y denunciar resultados dolosos; una estrategia realista, presta a «despejar incógnitas y clarificar los objetivos», como en 1976 recomendaba Adolfo Suárez, cabeza de la transición española. Contra la política de la revancha, en fin, habrá que activar la revancha de la política.