Soledad Morillo Belloso

La señora del enchufado: diva del disimulo – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Ella no nació enchufada, pero agarró el tumbao rápido. Tiene el olfato fino para detectar oportunidades y por eso cazó un marido con vocación y carrera de enchufado.

Esta señora es experta en la disciplina ancestral del disimulo con glamur. No pregunta, no firma, no opina. Ella simplemente disfruta. ¿Quién pagó el viaje a Qatar? ¿Cómo se costea el yate en Los Roques? ¿De dónde salió el penthouse en Dominicana con vista al mar y jacuzzi con luces LED? Eso no le incumbe. Eso es asunto del marido. Ella está ocupada eligiendo entre el Balenciaga o el Versace, mientras se hace el facial con células madre de unicornio en un spa que no aparece ni en el GPS. Si en la merienda en el club le le hacen alguna pregunta complicada, se encoge de hombros y dice “no vale, yo no sé nada de esas cosas”.

Su look es una declaración de inocencia con estilo barroco: uñas como vitrales bizantinos, pestañas que podrían batir récords de aerodinámica, y una cartera que cuesta lo mismo que el sueldo anual de un médico rural. Todo original, por supuesto. Nada de copias. Si no es de forma auténtica, no entra en su closet.

Su papel en la obra de teatro nacional es claro: posar, brindar, lanzar risitas estratégicas y cambiar de tema con una destreza que ni los políticos más curtidos. Si alguien menciona “licitación”, ella responde con un “¡ay, qué bello tu vestido!” y una carcajada que suena a perfume francés comprado en la Rive Gauche. Tiene más tablas que el Teresa Carreño, y sabe que en este país, el que pregunta mucho termina en alguna lista negra.

No tiene un pelo de tonta. Es astuta. Sabe que la curiosidad mató al gato y que aquí, preguntar mucho puede terminar en Fiscalía. Por eso, su filosofía es simple: a mí que no no me pregunten, yo no sé. Y si le preguntan, se hace la loca con una elegancia que debería tener su propia cátedra en la universidad. Ella no se mete en líos. Ella observa, calla y sonríe. Porque en este país, saber demasiado es casi un deporte extremo. Y ella no está para saltos mortales ni para jugar a la espía. Si algo le incomoda, cambia de tema con una sutileza que haría sonrojar a un diplomático.

Sabe que los secretos no se guardan en cajas fuertes, sino en miradas que no se cruzan y en silencios bien colocados. Por eso, cuando alguien, con mala intención, le muestra las fotos —esas donde el marido aparece muy sonriente al lado de la catira del escote imposible— ella sólo dice: “Ay, qué frío hace en Rusia, ¿no?” y se sirve otro vino de verano. Porque si algo ha aprendido en esta vida, es que la verdad no siempre libera. A veces, la verdad compromete y no suma.

Tiene frases que deberán inmortalizarse en un libro de aforismos:

“Yo no me meto en política, pero mi esposo sí sabe moverse.”

“Es que tú no entiendes, esto no es suerte… es visión empresarial.”

“A mí no me gusta alardear, pero este reloj me lo regaló el embajador cuando estuvimos en Esmirna.”

“Yo no tengo culpa de que a mi esposo lo respeten hasta los ministros.”

“Lo importante es mantener la vibra alta, aunque el país esté como esté.”

“Es que tú sigues en modo escasez, amiga. Hay que desbloquear la abundancia.”

“Nos vamos a Madrid porque aquí el ambiente está muy polarizado.”

“Es que en Europa valoran el talento, no como aquí.”

“Mi hija estudia en Suiza porque aquí no hay futuro.”

“Yo no discuto de política, eso baja la frecuencia.”

“Mi esposo trabaja mucho, pero también medita. Por eso le va bien.”

“La gente critica porque no sabe lo que es vivir en paz con uno mismo.”

En las fiestas, ella es la reina del brindis. Siempre con copa en mano. Se mueve entre embajadores, empresarios y funcionarios como pez en agua mineral importada. Habla de arte, de moda, de astrología, pero jamás del presupuesto nacional. Si alguien menciona “sobrecostos”, ella se distrae con el DJ. Si alguien insinúa “corrupción”, ella se toma una selfie con filtro de mariposas y pone “viviendo mi mejor vida”.

Viaja más que el pasaporte diplomático: Dubái, Bombay, Kuala Lumpur, París, Madrid, Miami. Pero nunca en clase turista. Ella no conoce lo que es hacer cola en migración. Tiene acceso VIP hasta en el aeropuerto de Tucupita.

Su existencia parece sacada de una telenovela de lujo, pero con guión escrito en tinta invisible. Se mueve entre reformas eternas, peelings milagrosos y brunches donde el aguacate es orgánico y las verdades, procesadas. Sus amigas, igual de bien conectadas, comparten más que tips de belleza: comparten el arte de callar. Todas saben, pero ninguna habla. Porque en ese ecosistema dorado, la lealtad no se mide en valores, sino en la destreza de borrar huellas y sonreír sin pestañear.

Y cuando el clima social se enturbia—cuando los titulares insinúan allanamientos y los vecinos susurran sobre cuentas congeladas—ella recurre, con impecable serenidad, a su mantra de cabecera: “Yo no me meto en esas cosas”.

Acto seguido, emprende una travesía espiritual hacia Tulum, donde el silencio se acompaña de jugos prensados en frío, cuencos tibetanos y mandalas. Regresa transformada, claro está: con una nueva línea de bikinis eco-chic y un podcast sobre “energías femeninas y abundancia consciente”.

Porque si algo domina esta mujer con maestría es el arte del rebranding emocional. Sabe que el escándalo no se enfrenta, se estiliza. Y que la memoria colectiva, tan volátil como un story de Instagram, se distrae con facilidad ante una postal en la playa y una frase motivacional escrita en cursiva sobre fondo pastel.

En su universo paralelo, las crisis no existen: son “procesos de introspección”. La inflación es una “oportunidad para reinventarse”. Mientras el país se apaga entre colas y cortes de luz, ella ilumina las redes desde rooftops con vista al mar, brindando con champagne auténtico—de Reims, por supuesto—y etiquetando marcas.

Y si algún día el castillo de naipes se desploma, nada de lágrimas ni temblores: hay guión ensayado. “Yo sólo soy una mujer que ama la belleza”, declarará, con voz de terciopelo y mirada angelical, como quien posa para una portada en medio del derrumbe. Luego se lavará las manos con jabón de rosas, se ajustará el turbante de lino—color marfil, por supuesto—y se irá , impecable, a su próxima sesión de microblading, porque hasta las cejas deben estar listas para el perdón.

En su mundo, no hay necesidad de absolución ni de explicaciones. Las leyes son anecdóticas; lo que importa son los likes. No vive en la república: vive en la vitrina. Mientras el país se desgasta entre denuncias y apagones, ella permanece intacta, inalcanzable, perfectamente maquillada, como una virgen del look, elevada por algoritmos y patrocinada por el olvido.

“No soy cómplice”, dirá , con tono de inocencia curada en spa. “Sólo espectadora.” Pero todos sabemos que en este teatro, hasta el silencio tiene tarifa. Y ella, con su risa de boutique y su alma blindada en ignorancia selectiva, ya ha cobrado todo: el viaje, el vestido, la discreción. También tiene su cuenta cifrada en las Islas Cayman, como quien guarda el rosario junto al pasaporte diplomático.

Porque ella no sabe nada, claro. Pero está preparada. Y en este país donde la caída siempre es posible, ella tiene lo esencial: un segundo celular, número privado, y un piloto de confianza en speed dial. Por si acaso hay que huir con estilo.

Ah, cantaba la Lupe y canta Mariaca Semprún: “Teatro, tu vida es puro teatro…”

 

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