Hay tarimas que no se desmontan. Aunque la policía recoja los cables, aunque los parlantes se apaguen, aunque la sangre se seque. Hay tarimas que se quedan ahí, invisibles pero tercas, como fantasmas cívicos que repiten discursos interrumpidos.
En Soacha, en Tijuana, en Bogotá, hay plazas que no son plazas: son heridas abiertas con micrófono. En ellas murieron tres hombres que se parecían más de lo que sus países quisieron admitir. Luis Carlos Galán, Luis Donaldo Colosio y Miguel Uribe Turbay. Tres nombres largos, como si el destino les hubiera dado tiempo extra para decir lo que pensaban. No lo tuvieron.
Galán: el liberal que no cabía en los pactos
A Luis Carlos Galán lo mataron por hablar demasiado claro. En Colombia, eso es pecado. Decía que el narcotráfico no se combate con abrazos ni con pactos silenciosos. Decía que la política debía lavarse las manos, no esconderlas. El 18 de agosto de 1989, en Soacha, lo saludó el pueblo y lo saludó la muerte. Su chaleco antibalas tenía una rendija, como si la esperanza siempre dejara una puerta abierta.
Colosio: el reformista que incomodó a su propio partido
Luis Donaldo Colosio no murió por lo que dijo, sino por lo que iba a decir. En México, eso basta. El 23 de marzo de 1994, en Tijuana, su discurso sobre la “hambre y sed de justicia” se convirtió en epitafio nacional. El PRI, su partido, se volvió un espejo roto: cada fragmento decía una versión distinta de lo que pasó. Pero el pueblo entendió que el cambio, si llega, llega con escolta.
Uribe Turbay: el joven que heredó la sangre y la convicción
Miguel Uribe Turbay no tenía edad para morir, pero sí apellido y dignidad y futuro. Nieto de presidente, hijo de periodista asesinada, sobrino de país en duelo. El 7 de junio de 2025, en Bogotá, hablaba desde una canasta de mercado convertida en tarima. Quería que la política volviera a los parques, a las esquinas, a los oídos. Le dispararon como si desear eso fuera delito. Murió dos meses después, pero su voz sigue haciendo eco en los audífonos de quienes aún creen.
La tarima como altar
Estas tarimas no son estructuras: son altares. En ellas no se promete, se sacrifica. No se improvisa, se resiste. Cada una tiene su santo laico, su veladora encendida, su señora que pasa y murmura “aquí mataron a uno que sí decía la verdad”.
Y quizás por eso, cada agosto, cada marzo, cada junio, la democracia se pone su bata negra y sale a caminar. No llora, pero se le nota el temblor en la voz. Porque sabe que hay discursos que no se terminan, y tarimas que no se olvidan.
Porque en Latinoamérica, la política no sólo se escribe con tinta: se firma con sangre. Y cada tarima que se manchó no es sólo testigo, es testamento. No hay bala que mate una idea cuando el pueblo la hace suya, ni silencio que entierre una voz que supo decir lo que dolía. Galán, Colosio y Uribe no murieron: se multiplicaron. En cada joven que se sube a una caja de frutas para hablar sin miedo, en cada madre que prende una vela sin pedir permiso, en cada país que, a pesar de todo, sigue creyendo que la democracia no es un lujo, sino una promesa que se defiende incluso con el cuerpo. Porque hay tarimas que no se desmontan… y hay memorias que no se dejan callar.
Escribo desde el dolor, sí, porque duele ver cómo la esperanza sigue siendo blanco fácil. Escribo desde la rabia, porque cada disparo contra un político decente es también un disparo contra quienes aún creemos en la palabra como herramienta de cambio. Pero sobre todo, escribo desde la fortaleza que da la convicción democrática, esa que no se compra ni se alquila, la misma que sostuvo a Galán, a Colosio, a Uribe Turbay cuando decidieron no pactar con el miedo. Porque la decencia política no es ingenuidad: es coraje. Y mientras haya voces que se atrevan a subir a una tarima sin escolta, sin blindaje, con sólo sus ideas como escudo, habrá futuro. Aunque lo quieran callar, aunque lo quieran matar, el futuro insiste. Y yo escribo para que se escuche.





