No todas las batallas se ganan. Pero no es para ganarlas que se lucha. Algunas se tienen que enfrentar aunque al final no haya modo de triunfar. Hay un error conceptual. Mucha gente confunde ganancia con victoria. Los términos parecen iguales, mas no lo son.
Solemos enfrentar los infortunios con dos tipos de actitudes, ambas equivocadas. O desarrollamos un continente ridículamente optimista que no tiene ninguna base en la realidad, o nos sumergimos en un pesimismo insulso que, también, nos hunde en una realidad amañada por nuestras propias emociones. En ambos casos buscamos que alguien, alguien que nos importa mucho, nos otorgue la razón. Buscamos aprobación. Con ninguna de esas actitudes puede enfrentarse una batalla. La victoria cuesta. El fracaso también. Pero el fracaso cuesta mucho más si no se ha luchado.
No me refiero meramente a la esfera personal. Lo anterior aplica a cualquier ámbito, sea en lo profesional, lo laboral, lo compartido, lo íntimo, lo público. Hay gente que mide su éxito por la cantidad de dinero que ha acumulado. Otros por la suma de personas que están bajo su ala o comando. Los influencers contabilizan su éxito en el número de followers. Las iglesias suelen hacer sus cuentas por la cifra de adeptos o feligreses que tienen. Algunos políticos se miden en la popularidad que les dicen las encuestas y en la cantidad de votos que pueden acumular en una elección o en en varias. Los estadistas se evalúan por la suma de cambios positivos que han logrado.
Una persona acude a la consulta de un médico porque siente -o presiente- que algo no anda bien con su salud. El facultativo hace exámenes de todo género y llega a un diagnóstico. Se lo comunica al paciente y este le pregunta qué hacer. El doctor le da opciones, caminos, posibilidades, si las hay. Le habla con la verdad como marca de idioma. Pero la decisión es del paciente, no del médico. Si ambos enfrentan el padecimiento, ambos se están embarcando en una batalla, con la esperanza de ganar. Pero si la enfermedad vence, no hay derrota ni del paciente ni del médico. Porque derrota habría habido si uno y otro hubieran decidido ‘‘dejar eso así‘‘ (frase infeliz). No entrar en batalla es una decisión, no un sino, un decreto de las moiras. El optimista dice ‘‘vamos a ganar», el pesimista dice ‘‘vamos a perder‘‘. El luchador dice ‘‘vamos a batallar».
En política, en los negocios, en los deportes -y un largo etcétera- aplica lo mismo. Hay personas que pasan por la vida sin que la vida pase por ella. No saben lo que es una batalla.Y hasta se sienten exitosos por ello. porque pasaron agachados, cuando en realidad no son sino militantes de la mediocridad. Son ese personaje del ‘‘10 es nota y lo demás es lujo‘‘.
La vida es brega. No es cómoda, ni fácil. Muchas veces no es dulce ni bonita. Pero rendirse antes de llegar a la esquina del campo no puede ni debe ser una opción. Uno vino a este mundo a hacer algo que haga de este planeta un lugar mejor. Vino a construir, no a destruir. Vino a hacer el bien, no solo para uno o los que uno aprecia. Si no lo hace, está de más, sobra. Porque quien no suma, resta.
Hay batallas que nos cambian la vida. Nos revelan de qué estamos hechos. El que se rinde antes de luchar, será derrotado. El que lucha, el que va a la batalla, aunque pierda, no.