Los sospechados se lanzan en peroratas a cual más lastimera. Aventajados alumnos de la escuela del «yo no fui, fue Teté, pégale, pégale que ella fue», dan declaraciones en las que pretenden venderse como dulces corderitos, incapaces de toda acción que no sea noble. No sorprende que, puestos en el brete y ante la avalancha de pistas comprometedoras, digan que a ellos, pulcros querubines, ciudadanos a quienes no les inspira ninguna otra causa que el servicio al país (y, claro, a los pobres) los metieron en una olla podrida; que todo es una fabricación de unos carga tintas que pusieron sus oficios periodísticos al servicio de «enemigos de la patria», a cambio de cuantiosos emolumentos. Sí, dicho así, con engolada voz de mitin de plaza, palabras baratas y abrazo virtual a la estatua de Bolívar.
Algunos argumentan, en su magra defensa, que sabían de las andanzas (de otros) pero no dijeron nada porque son diputados, no detectives, fiscales ni jueces. Uno hasta advierte que pensó que el asunto «no tendría trascendencia». En tal alegato se obvia (¿adrede o por pura y simple estupidez?) que un diputado puede actuar de oficio y tiene en sus manos muchos más instrumentos que cualquier ciudadano del común. Más aún, un diputado, como miembro del estado republicano, está en el deber de denunciar cualquier manejo tortuoso. Y no, no puede hacer como los tres monitos.
Bernstein y Woodward fueron por cierto acusados por Nixon de vendidos, palangristas y demás lindezas. Y ya sabemos en qué decantó todo.
El país se cansa, se harta y, peor, se asquea. A pesar de todo la experiencia que lleva archivada en la memoria, espera (ingenuamente) que los diputados -y en general todos los altos funcionarios y dirigentes políticos- sean modelo de pensamiento, comportamiento y honor. Quizás sientan algunos que ya no cabe la sorpresa, que en un país donde las cucarachas vuelan, no hay espacio para el asombro. Pero siempre hay campo para el buen esperar. Y ahora ocurre esto. El efecto despellejante se hace presente y el severo reproche cae por igual sobre todos, ya los pecadores, ya los justos. Navegando en la vorágine, los ciudadanos comprensiblemente meten a todos en el mismo saco. El desprestigio se vuelve generalizado y ello disuade a los mejores de la política y la función pública. Las mamás y papás piensan en hacer lo indecible para que sus hijos no se metan en política. Y así, el espacio de la política queda libre para que los vagabundos se enseñoreen. Se produce un círculo vicioso.
Ciertamente, no existe una organización en el mundo que no haya experimentado la desgracia que uno o varios de sus miembros hayan hecho cosas horrendas. Iglesias, empresas, organismos internacionales, sindicatos y un larguísimo etcétera. Así que acusar a la AN y a los partidos del mal proceder de algunos de sus miembros es vicio de la generalización.
¿Tiene remedio esto? La voz popular, esa que se escucha por doquier, dice que «esto no tiene compón’. De allí que el cómo la AN y los partidos confronten esta nueva crisis de confianza es asunto de capital importancia.
A los diputados buenos, un mensaje: lleguen al carozo de este asunto. A los vagabundos denles hasta con el tobo. Cero paz con la miseria; no les acepten ni una excusa. Llévense por delante a quién se tengan que llevar. Cómanselos vivos y escupan sus huesos. Limpien la casa. Pero, ah, no sé olviden de los ladrones apoltronados en los Palacios. Que estos diputados vagabundos no se conviertan en «los pagapeos» y se deje a la libre a los directores de la desafinada orquesta de corrupción. Qué no se trata, por Dios, de que ustedes, convertidos en diputados investigadores, y en medio de la vorágine, se conformen con ser héroes de lo mediocre.
El país los está viendo. Quiere y necesita creer que no todo está perdido.
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