La grieta entre las (arruinadas) clases medias y las (muy depauperadas) clases bajas crece y se profundiza. Se distancian y cada día se entienden menos. Las frases de unas y otras ponen de manifiesto que las calamidades no son las mismas y, peor, en momentos hasta lucen contrapuestas. Hace años los medios podían ser acusados de darle cabida y promoción a frases realmente idiotas y destructivas. Todos los medios, impresos y audiovisuales, se hicieron eco de declaraciones horripilantes como la de aquella mamá que en una marcha de protesta se quejaba – con voz de «Laura la sin par de Caurimare»- que los cambios en el sistema educativo afectarían su «car pool»; y fueron también los medios los que repitieron hasta la náusea lo de «con hambre y sin empleo con Chávez me resteo». Así, con esas expresiones, a cual peor, se construía sin pausa la grieta que hoy es una zanja. Hoy no son los medios los que promocionan irresponsablemente el divisionismo. Son las redes, esos espacios anárquicos, sin filtro ni control y ausencia del mínimo profesionalismo en materia de comunicación. Hoy cualquiera se cree periodista, comentarista, analista. Sin haber pasado por el rigor de estudios universitarios. Basta un aparatico, una cuenta de Twitter, FB, Instagram, unos deditos con ansias de hacer calistenia y la convicción del todero, ese personaje con conocimientos de medio dedo de profundidad.
Los «bodegones» y el «clap» son hoy la más clara manifestación de la diferencia social que desune a la sociedad y son, además, evidencia del control que el poder apoltronado en palacios y cuarteles ejerce sobre el tan magullado cuerpo social. Cuando los tiempos de los bachaqueros, fue la clase media la que (sin empacho y hasta sintiéndose sobrada) compraba a esos traficantes de productos; mientras adquiría en ese mercado informal (ilegal) los paquetes de harina Pan, paradójicamente hacia lo indecible para convencer a Lorenzo Mendoza que asumiera la batuta del liderazgo político. Esa misma clase media que criticaba la tendencia cada vez más abierta a una economía hiper controlada por el gobierno, se hacía de dólares por la modalidad raspa cupos. Y el pueblo llano que clamaba por justicia social, por progreso y bienestar, le dio la bienvenida a apartamentos y viviendas mal construidas que les fueron asignadas sin papeles de propiedad. Y hoy acepta unas cajas mensuales de Clap cuyo contenido no solo es de pésima calidad sino cuya cantidad no rinde ni para tres días. En realidad, clases medias y clases bajas están igual, atrapadas: las unas en los bodegones (el nuevo negocio de los enchufados) y el clap (que ha hecho y hace millonarios a enchufados). Y la zanja crece.
No hay bolívares en billetes. Pero en los mercados populares circulan los billetes verdes. Los robos aumentan día con día. En las calles y carreteras y frente a la mirada impasible de los policías se vende todo lo que se roba.
Pero hay otra zanja. En Caracas la vida transcurre dentro de espacios claramente segmentados. En provincia no es así. Entonces en provincia el desastre no hay cómo disfrazarlo. Caracas es Caracas y el resto es monte y culebras. Esa frase, escuchada desde mi más tierna infancia, es hoy más realidad que nunca. Caracas es Caracas. Eso dicen. Claro, Caracas enterró el espejo de su condición capitalina. En Caracas se protesta por lo que pasa en Caracas. Y lo que ocurre en provincia no puede importar menos. Caracas no protesta, por ejemplo, por la gravísima situación de Zulia, a pesar que por muchos años Zulia mantuvo a Caracas. Caracas no le hace una tranca a la sede de Corpoelec en San Bernardino para protestar porque en la provincia los cortes de electricidad son de 3 a 8 diarias. Caracas no levanta su más airada queja porque en provincia el promedio de semanas para poder conseguir gas ronda las 5 semanas. La provincia siente que a Caracas le sabe a casabe el sufrimiento de las regiones. La zanja crece.
Y hay más zanjas. La más incomprensible es la que se nota en la oposición. Hay (pseudo) líderes de nuevo o viejo cuño invirtiendo tiempo, energía y recursos (todos escasos) en despedazar al que supuestamente está en la misma acera. Para esos el enemigo no es el que está apoltronado en palacios y cuarteles. No. El enemigo es el que está al lado. No hay diez aspirantes a la butaca de Miraflores. Hay no menos de 200, todos convencidos de ser el Mesías. Ninguno, por cierto, tiene ni de cerca el piso popular de Guaidó. Ni la influencia internacional. Pero todos los días tiran puñaladas con liguita.
Para acabar con las zanjas hay que rellenarlas. Entre todos. Digo yo.
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