Por: Asdrúbal Aguiar
Venezuela apenas construye, con no pocas dificultades y zancadillas, una ruta electoral que permita realizar el mantra de unas “elecciones libres”, para elegir, no sólo para votar. Y en cuanto a los actores políticos, de cara a ese desafío y como lo indica la experiencia, unos la aprovecharán para beneficio propio y el de sus franquicias políticas – que eso son, en la actualidad, los partidos históricos del pasado siglo y sus filiales del siglo XXI – para ganar cuotas de poder, mientras que otros interpretarán las expectativas legitimas de una nación hecha jirones como la venezolana.
Vivimos tiempos no-convencionales y mal pueden conjugarse con las categorías y andamiajes propias de la modernidad occidental; a pesar de la inevitable tentación de volver la mirada sobre las experiencias conocidas y sus «rito de paso».
Algunos escritores dedicados al estudio del mundo medieval, de cara al renacimiento hablaban del otoño en la edad media, como si el tiempo nuevo implicase la muerte del mundo que le precedió: Hugo Chávez decía en su momento que el pasado no terminaba de morir – se refería a la IV República – y el futuro aún no nacía; al cabo, se destruyó la memoria del país y quedan, tras casi tres décadas y algo más de desestabilización existencial, si situamos el primer hito en 1989, únicamente los escombros. La república está hecha añicos, el orden constitucional se desmaterializó – se va a la cárcel o se excluyen derechos sin juicio ni expedientes – y, lo que es más delicado, la nación, vuelvo al concepto raizal, ha sido pulverizada. Somos diáspora hacia afuera y hacia adentro. Hemos sufrido un severo daño antropológico los hijos del 19 de abril de 1810.
Si algunas técnicas de las experiencias de transición europeas o latinoamericanas, llegado el caso, podrían ser útiles – como las comisiones de verdad y reconciliación – no bastan para rehacer a la nación. Ella es el soporte primero y necesario de una plaza pública o res publica – la conocida son piezas de utilería teatral – que se muestre adecuada a los valores restantes, las expectativas de la mayoría de los venezolanos y para el ejercicio ciudadano. La transición nuestra, por ende, será inédita o no será.
El binomio que a la manera de milagro representan a la legitimidad social – María Corina Machado y Edmundo González Urrutia – y cuyo tránsito ha de cuidarse con severidad, no encuentra paralelo con las transiciones polìticas conocidas: 1935, 1945,1950, 1958, 1998, 2019.
Eleazar López Contreras, ministro de defensa de Juan Vicente Gómez, a la muerte de este es quien le abre juego al país civil con su consigna “calma y cordura”, rechazando a los comunistas; pero le sucede su ministro de defensa, Isaías Medina Angarita, quien acelera la relación con la nación – hasta entonces situada en los cuarteles – haciéndose acompañar de los comunistas: ya jugaba en la cancha Luis Miquilena, el hacedor Chávez Frías. La posibilidad de un candidato de consenso que permitiese el paso sobre el puente hacia nuestra modernidad democrática se frustró. El diplomático Diógenes Escalante enfermó y lo que vino fue la ruptura revolucionaria del 18 de octubre de 1945, que purga al pasado y a sus actores sin conmiseración, derivando en el golpe contra el primer presidente nacido del voto popular, Rómulo Gallegos.
El asesinato del presidente de facto que le sucede, el militar Carlos Delgado Chalbaud, plantea otra vez la prioridad de pavimentar el camino de reconducción ante esa tragedia inesperada. Y surge la transición de una Junta que conduce un hombre de la generación de 1928 – la de Rómulo Betancourt – y a la sazón diplomático, Germán Suárez Flamerich, pero como antesala de la dictadura militar modernizante que se cocinaba, la del general Marcos Pérez Jiménez.
La transición de 1958, facilitada por los militares, con Wolfgang Larrazabal a la cabeza y, sobre todo, facilitada por quien la finaliza, el catedrático y diplomático Edgar Sanabria, es la más ejemplarizante y la exitosa. Arma y armonizar a las partes en pugna – militares vs. civiles – tanto como cuida de que los partidos y sus dirigentes, a la vuelta del exilio, se reencontrasen con los venezolanos. El efecto demoledor que les supuso el 18 de octubre y, luego, el desconocimiento de la Constituyente de 1952 en la que vence Jóvito Villalba y a quien se le exila, fueron para los líderes del Pacto de Puntofijo el aprendizaje.
Acompañados por la Junta de Sanabria, Rafael Caldera, Betancourt y Villalba se ocupan de darnos un estatuto electoral y un programa mínimo común para la transición en génesis. Pero ese pasado, que rememora al mítico espíritu del 23 de enero, fue propio dentro de una república que, si bien tuvo repetidos gobiernos de facto, todos a uno era “constitucionales”, a nuestra manera.
La república no era fuegos artificiales y la nación, en proceso constante de ser y de tener un ser inacabado, avanzaba en su mestizaje cósmico – copio a Vasconcelos – alimentado por las migraciones de canarios, españoles de tierra firme, italianos, portugueses, y párese de contar.
Los regímenes comunistas de Europa oriental vivieron sus transiciones hacia la democracia, al igual que ocurriese con las dictaduras del Cono sur latinoamericano; éstas, aderezadas, sí, con el señalado rescate de la memoria nacional para reivindicar a las víctimas junto al dictado de leyes de amnistía o perdón para los victimarios. Se forjaron puentes entre el pasado y el porvenir.
Venezuela, hoy, permítase el giro escatológico, es un camposanto. Los sobrevivientes migran, vuelvo a repetirlo, hacia afuera y hacia adentro, carenciados, más que en lo económico, de afectos y esperando el final de los enconos. Es este, en suma, el eje mítico y real que junto al valor de la Justicia servirá para vertebrar cualquier esfuerzo de reconstrucción. La venezolanidad está en el corazón de los venezolanos, no más en sus minas o concursos de belleza. He aquí, entonces, una de las claves para el rito de paso, para la transición a imaginar y que ha de ser de propia cosecha.