“El recuerdo no está movido por un afán de erudición, ni por las ganas de ofrecer una clase de historia, sino solo por la necesidad de tratar asuntos de educación y pedagogía cuando la sociedad de nuestros días presencia los esfuerzos del magisterio por el respeto de su oficio arrinconado por el desprecio del régimen”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
En 1794, el joven maestro Simón Rodríguez presenta un plan para la creación de escuelas de primeras letras ante la municipalidad de Caracas. Se trata de unas Reflexiones sobre los defectos que vician la escuela de primeras letras y medio de lograr su reforma por un nuevo establecimiento, que propone a los miembros del Ayuntamiento con quienes había hablado antes para enfrentar el problema. Como los cabildantes se interesaron por sus comentarios, los convierte en el proyecto que ahora se recordará. El recuerdo no está movido por un afán de erudición, ni por las ganas de ofrecer una clase de historia, sino solo por la necesidad de tratar asuntos de educación y pedagogía cuando la sociedad de nuestros días presencia los esfuerzos del magisterio por el respeto de su oficio arrinconado por el desprecio del régimen.
Rodríguez afirma ante los concejales que la enseñanza primaria “no tiene el respeto que se merece”, debido a un problema de ignorancia que incumbe a todos los miembros de la sociedad. El hábito de buscar profesores particulares que solo atienden a un grupo reducido de alumnos, sin el método necesario para la formación de sus pocos discípulos, conduce a que se tenga a la profesión de la enseñanza como una actividad superflua que apenas ejercen las personas poco apreciadas por la colectividad. Apunta al respecto una afirmación elocuente: “Los hombres juzgan más decoroso que ella el empleo más privado y menos útil; cuántos tienen este ministerio como anexo a la vejez, y a la baja suerte; y cuántos se desdeñan de aplicarse a fomentarlo y elevarlo”.
El problema se agravaba, según el joven proponente, por la proliferación de un conjunto de establecimientos que podemos llamar escuelas-barberías. Según sus Reflexiones, abundaban en Caracas los locales de barberos o peluqueros a los cuales concurrían cuarenta o más alumnos para que les dieran clases de lectura y escritura. Mientras atendían a la clientela, los fígaros dirigían los primeros garabateos de los caraqueñitos, tal vez hijos de familias pudientes. La indisciplina reinaba en esos extravagantes colegios que multiplicaban “el resabio de los niños”, agrega Rodríguez, y clamaban por una intervención de los administradores de la ciudad.
Los peculiares maestros aumentaban el desarreglo educacional porque limitaban los primeros conocimientos al contenido de textos religiosos. Veamos: “Se entiende regularmente que los libros o discursos espirituales son los que necesita un niño en la escuela, y sin otro examen se procede a ponerlos en sus manos. Santos fines, sin duda, se propone en esto, pero no es este el solo asunto que se trata en el mundo. Es necesario saber leer en todos sentidos y dar a cada expresión su propio valor”. Salta a la vista la profundidad de la crítica, que se levanta contra ideas reverenciadas por la ortodoxia y sobre las cuales insiste a continuación.
De allí que agregue: “Aun en el presente se tiene el estudio de la Caligrafía y Aritmética por necesario solo a los dependientes. Hay quien sea de parecer que los artesanos, los labradores, tienen bastante con saber firmar; y que aunque esto ignoren, no es defecto notable: que los que han de emprender la carrera de las letras, no necesitan de la Aritmética, y les es suficiente saber formar los caracteres de cualquier modo para hacerse entender, porque no han de buscar la vida con la pluma”. Pero, para que nadie se preocupe por lo que se pudiera considerar como una mudanza peligrosa de la enseñanza, como un riesgoso cambio, se limita a sugerir que solo bastaba seguir el ejemplo de las reformas escolares que se acababan de imponer en Madrid.
Sin embargo, y pese a las precauciones, no deja de plantear el tema espinoso de la enseñanza de las artes mecánicas, despreciada hasta entonces, y la necesidad de ocuparse de la educación de los llamados morenos o pardos. Veamos: “Ellos ni tienen quien los instruya; a la reunión de los niños blancos no pueden acudir: la pobreza los hace aplicar desde la tierna infancia al trabajo, y en él adquieren práctica, pero no técnica: faltándoles esta, proceden en todo al tiento; unos se hacen maestros de otros, y todos no han sido ni aún discípulos; exceptúo de esto a algunos que por suma aplicación han logrado instruirse a fuerza de una penosa tarea”. Para evitar dardos esperables, Rodríguez propone a los concejales que los pardos sean educados en forma separada, o segregada, sin mezclase con los educandos blancos, pero el plan no es aprobado. Estamos ante un comedido esbozo de reforma, frente a un intento de crítica moderna parecido a lo que ya era habitual en la España ilustrada de los borbones, pero los miembros del Ayuntamiento de Caracas prefieren engavetarlo. Por consiguiente, no se habla más del asunto en las postrimerías del siglo XVIII. Hoy se ha sacado de la gaveta debido a la familiaridad que pueda tener con los asuntos que importan al gremio magisterial. Pero sin forzar la barra, desde luego. Tal vez apenas como tema de conversación entre marcha y marcha.