Las moscas cocheras – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

En una de sus exquisitas Fábulas, Jean de La Fontaine relata la travesía de una mosca que iba montadae55ea19d9a7935c30dea1a6d37ed4c70_400x400 sobre un coche tirado por seis caballos exhaustos, los cuales atravesaban un difícil paraje de montaña, en una tarde calurosa. La mosca en cuestión era -cuenta La Fontaine- de tosca especie, particularmente fastidiosa, de esas que suelen perturbar el sosiego y la concentración con sus constantes, y cada vez más insistentes, zumbidos en las orejas de sus víctimas. Entre tanto, con “aguijón agudo”, no cesaba de picar a las nobles bestias, mientras se iba jactando de que el largo camino recorrido era el resultado de su particular pericia y empeño. De vez en vez, se sentaba en el coche, o sobre la nariz de los “infelices caminantes”, a “descansar”, al tiempo de quejarse, una y otra vez, por el nulo trabajo que hacían los demás. Ya entrada la noche, el coche terminó de subir la pendiente. Exclamó entonces la mosca, no sin solemnidad: “¡Respiremos!: cierto es que han sido extremos mi afanes, mas ya libres estamos de peligros. Vamos señores brutos, creo que, a conciencia, debéis recompensarme la asistencia”.

El filósofo italiano Antonio Gramsci tomó prestada la fábula de La Fontaine para definir la ociosidad e imprudencia de ciertos “ideólogos” que suelen aparecer, gustosamente, como los auténticos protagonistas de historias fantásticas, de “repúblicas aéreas” –como las llama Maquiavelo–, de “proyectos”, “procesos”, “legados” y, en fin, de “hazañas heroicas” en las cuales, en realidad, no solo no participaron directamente, y poco –o nada– tuvieron que hacer, sino que, al igual que las moscas cocheras, se cansaron de perturbar el más humilde y menos grandilocuente o menos pomposo esfuerzo de los caballos por sacar adelante el coche del atolladero. Y es que para ellos, para este tipo de fanfarrones, incompetentes y corruptos, “la historia deviene una historia formal, una historia de conceptos, y, en último análisis, una historia autobiográfica, una historia de moscas cocheras”, como dice Gramsci.

Expertos en autoconvencerse de sus propios mitos, y más allá de sus primeras experiencias en cantinas que, al final del día, llevaron rotundamente a la quiebra, las moscas cocheras son expertas en el uso de las hipérboles y en la transmutación de los predicados en sujetos. Por ejemplo, el “poder popular para la transformación revolucionaria de la economía productiva socialista” es una forma de expresar la absoluta ausencia de sentido común y la más atroz desconexión con la realidad objetiva.

No pocas veces, decía Lukács, el licor del fanatismo requiere de una buena dosis de agua fresca. Pero en un país en el cual el constante fluir de las aguas del río heraclíteo parece haberse estancado o –cuando no– mostrar su más dramática sequedad, la “fiesta” de las imágenes vaciadas de contenido y la persistencia en las llamadas “convicciones” carentes de objetividad persiste, rumbo al colapso general de la sociedad. Quisquillosamente se insiste en frases palmariamente incompatibles con lo que es.

De un lado se encuentra el hueco cascarón de lo que “debe ser”. Del otro, una inversión y, con ella, una descomposición del ser social, llevada al extremo. Imposible saber dónde terminan las convicciones  y dónde comienzan los intereses. La “Disney-Chávez” que se transmite y “vende” por los mass-media, se manifiesta en el mundo de carne y hueso como un gran “Tocorón”, una gran “San Antonio” de las balaceras. Mientras, Alicia, en el país –¡oh!– de las “maravillas”, se retrata junto al conejo. En síntesis: “El país de nunca jamás”, en el que los “niños perdidos” –en última instancia, heterónomos– pueden llegar a creer en las buenas intenciones del capitán Garfio.

Pensar significa mantener el esfuerzo de reconciliar lo general y lo particular, el hic et nunc y su concepto, a sabiendas de la no existencia de su adecuación inmediata, del constatable desgarramiento existente de lo uno y de lo otro. Es la movilidad del pensamiento frente al fenómeno, su atenta observación desde adentro, según sus propias demandas, sus propias aspiraciones, sin esquemas ni presuposiciones canónicas, lo que, finalmente, permite conquistar la verdad y, con ella, la recomposición de la eticidad. Más allá de lo estrictamente económico o de lo político, se pone de manifiesto la necesidad de recomponer el ethos.

Para el pensar no hay ninguna “categoría fija”, ninguna “categoría correcta”. El pensamiento no posee un punto fijo, estático. La estática, la insistencia en mantenerse en la parálisis, el “no ir” a ninguna parte, tiene también una dirección previsible: el caos que busca propiciar conflictos fraticidas, a objeto de afianzarse en el poder für ewig. Río revuelto, río de fuego. Semejante irresponsabilidad necesariamente tiene que ser obligada a cesar en sus viles propósitos. La verdad, y con ella, la civilidad, es el camino que conduce a través de la falsedad de los juicios e intereses de los zánganos o de las moscas cocheras.

Al ser el pensamiento una determinación esencial en la lucha por el poder entre individuos, grupos políticos y sociales, entre formas diversas de concebir el funcionamiento del Estado, es menester, como decía el viejo Sócrates, “hacer de la palabra más débil la palabra más fuerte”. Cuanto mayor es la diferencia, cuanto menos limitadamente se desarrolla, cuantas más variables influyen en la crisis, entonces desaparece el rigor convencional. Hay que desinvertir la inversión. De nuevo, se hace indispensable el reconocimiento, la sensata superación del desgarramiento, la lucha permanente por la paz. Necesario, pues, espantar del coche a las moscas.

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