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Por: Asdrúbal Aguiar
Observada y auscultada la Venezuela política del último medio siglo, puedo decir que, aguas abajo, en su realidad de presente, más que dolor provoca desgarres.
La idea genuina de la nación ha sido prostituida, mancillada, pisoteada por los antivalores que, en mala hora, se cuelan al término de la república civil, en 1989 y que hacen de las suyas a partir de 1999. Se engullen 30 años de quehacer republicano, en un tiempo similar al que toma a los padres de esta – la generación de 1928 – su forja, a partir del 23 de enero de 1958.
Volver a la nación o a la patria como su sublimación, reencontrarla, es el desafío. Es un deber supremo que obliga a los venezolanos, a saber, rescatar la auténtica voluntad colectiva, realizar su misión, redescubrir y hacer el destino de lo venezolano, para que el cese de la usurpación alcance su sentido.
Ello supone una vuelta de mirada, una conciencia memoriosa. Ítaca es el mito movilizador que empuja al héroe de la tragedia; es el ancla que lo mantiene firme en la distancia, en medio de la adversidad, más allá de las tentaciones: “Arde en fin por la patria mi pecho, y solo llama El feliz día que al hogar me vuelva”.
No se trata, pues, de un retorno al terruño de los venezolanos o su rescate por quienes hoy sufren el ostracismo, incluso en casa propia, pues se hacen diáspora hacia adentro y hacia afuera. No es hacerse del dominio del sitio secuestrado, en el que duermen los ancestros que nos traen a la luz.
Hay patriotismo sólo allí donde el pueblo “es libre como debe serlo”, según lo afirma Miguel J. Sanz, uno de nuestros padres fundadores civiles, íconos del siglo XVIII.
Patria, lo dice bien éste, es el orden que nace de las leyes y las circunstancias propias que elevan a la gente, expresan sus virtudes, despliegan “aquella especie de amor intenso que se conoce con el nombre de patriotismo”. Y “al hijo de la república – según proclama Quevedo – lo que le toca es ser propicio a su patria”.
Lo que si es cierto es que, en un punto determinado del recorrido y para la forja de la conciencia de una identidad común, hasta cuando somos regurgitados en pleno siglo corriente, un sino anula el patrimonio moral que nos lega nuestra Ilustración fundadora. Ella es esencialmente racional, principista, reformista, no cosificada o utilitaria. Las sucesivas ilustraciones, por el contrario, se hacen serviles del gamonal de turno hasta 1958, cuando ocurre un paréntesis, y pasado el tiempo, al reinstalarse la épica bolivariana en su desviación pretoriana.
Es eso lo que impide mirarnos, como lo creo, sobre una historia de las ideas – las hay escritas, llenas de polilla, en bibliotecas, pero no encarnadas – o reconstituir un relato más humano de la venezolanidad, que nos muestre en la relevancia de nuestras virtudes más que en la del pueblo víctima, empobrecido materialmente, trastornado por la desconfianza.
Es eso lo que se ve y repite en algunos pasillos del planeta, desde cuando dejamos de ser su despensa petrolera. Auxiliarnos, en la tragedia, busca remediar los daños que les causamos al hacernos diáspora, y recuperarnos propone hacernos útiles, como país transable. No nos engañemos.
Tener destino, entonces, es volver a ser y ser memoriosos de nuestro ser; ese que con lujos describe el pórtico de la Constitución de 1961 siguiendo las enseñanzas de 1811 y de 1947. La nación se sustenta, para no perderse y como cabe enfatizarlo, sobre normas morales. El alma nacional, para existir, tiene a estas por fundamento.
“La libertad, la paz y la estabilidad de las instituciones”, en un marco de “independencia” y de “integridad territorial”, de ser libres de toda dominación ajena, como valores a conservar y acrecer como parte de nuestro patrimonio moral, nutrido por “el pensamiento y la acción de los grandes servidores de la patria”, ha de ser lo primero. Es lo que nos permitirá, si volvemos a ser, realizar los principios “de la justicia social” y tener una “economía al servicio del hombre”, de todos los hombres, libres de la conmiseración ajena.
Y lo permanente – el único medio para “asegurar los derechos y la dignidad” que nos identifica como pueblo – es el “orden democrático”, no el Padre de la Patria, a quien debemos respeto, nada más. Y nuestra cooperación para los fines de la comunidad internacional ha de tener como propósito, por encima de cualquier variable patrimonial, “su extensión a todos los pueblos de la tierra”.
Esa narrativa es la que nos gana el respeto que perdemos al iniciarse el siglo.
Somos presa, aún, de un malentendido dogma bolivariano, que hasta le cambia su razón de ser a nuestras Fuerzas Armadas, garantía moderna de nuestra democracia e igual víctima de nuestra desgracia.
Y es que hasta olvidamos al propio Bolívar y su predicado: “Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos conquistado a costa de los demás”.
“Si un hombre fuese necesario para sostener el Estado, este Estado no debería existir, y al fin no existiría”, afirma el mismo Bolívar.
De modo que, al perder el bien la libertad, nos cabe ahora confesar que dejamos de ser independientes y le abrimos paso a la maldad, como contracultura. Somos “brizna de paja en el viento”, diría don Rómulo Gallegos.
Volver a las raíces, mirarnos en ellas, acaso nos dé el impulso final y el talante para ganarnos en justicia la transición.
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