Publicado en: El Universal
Un demos ahogado bajo el peso de un gobierno opresor. Un conflicto en apariencia irresoluble, un caminar hacia el vacío sin mayor esperanza a cuestas. De pronto, la candela surgida en medio del socavón, la voluntad que desafía la continuidad del statu quo, que aglutina e invoca el conatus desordenado, perdido, aletargado; la proeza que apela a la encarnación simbólica de la razón, la tensa lucha agonista. Luego, tras la puja entre fuerzas opuestas, el clímax, la eventual resolución. ¡Ah! No ha faltado épica en la historia gruesa de las transiciones a la democracia. No en balde Whitehead equipara esas dinámicas con la de una representación, “una obra de teatro” en la que cada actor interpreta un papel altamente comprometido con el desarrollo del drama.
Pero lo cierto es que si escarbamos más allá de la impronta que suele hermosear la biografía de cada uno de estos procesos, más allá de la idea del poder de la sola voluntad moldeando el devenir o anticipando el final feliz, probablemente encontremos mucho menos romanticismo y más plasticidad terrenal de lo que nos gusta imaginar. Nos referimos, especialmente, al performance del liderazgo político. Vapuleados por dilatados y zigzagueantes cursos, si algo caracteriza a esos “conductores de masas” (seres humanos, sí, dotados de un sentido pragmático de la urgencia, un olfato especial para despejar señales en medio de la incertidumbre y talento para ganarse el respeto de propios y extraños) ha sido la capacidad para adaptarse a la circunstancia y asegurar espacios que contrarresten la restricción; para reformular, si hace falta, sus más sólidas premisas ideológicas y programáticas.
Con tonos y perfiles distintos, con costumbres, escenarios y talegos culturales del todo diferenciados, si algo acerca las humanas gestas de figuras como Mandela y Mbeki en Sudáfrica, Walesa y Mazowiecki en Polonia, Chamorro en Nicaragua, Betancourt en Venezuela, Cardoso en Brasil, Kufuor en Ghana o Aylwin y Lagos en Chile, fue su disposición a hacer concesiones que, en su momento, permitiesen conjurar la inercia y “salir del pozo” (tal como sugirió Felipe González a miembros de la concertación chilena, según cuenta el propio Lagos). “Todos estos líderes consideraban importante aprovechar la más mínima oportunidad, aunque fuera parcial, para avanzar, en lugar de rechazar los progresos paulatinos con la esperanza (aunque sin garantía) de poder efectuar posteriormente un cambio mayor”, explican Bittar y Lowenthal en su trabajo sobre transiciones democráticas; “rechazar las posturas maximalistas requirió en algunos casos más valentía política que ceñirse a unos objetivos mayores o aferrarse a principios que resultaban atractivos pero que quizás no eran realistas”.
Podría decirse que en medio de esta odisea sin finales escritos, los líderes que aspiran a motorizar cambios democráticos y pacíficos lidian con tres desafíos: el primero, convencer a los suyos sobre la virtud de su lucha y la pertinencia de su plan, amarrar adhesiones que garanticen masa crítica a favor de la causa. El segundo, convencer a los adversarios de la necesidad del cambio, facilitar su eventual cooperación en la transición, asumiendo que en esquema político donde la democracia sea “the only game in town”, la inclusión es condición indispensable. Pero hay un tercer desafío que apunta al convencimiento íntimo, a la sensibilidad de ese líder para identificar los escollos que podría estar auto-generando; para evolucionar, volviéndose principal objeto del ejercicio de la autocrítica.
Lo último, rasgo señero de los grandes líderes transicionales, es especialmente útil cuando un conflicto luce trabado en un estancamiento que tiende a beneficiar a quien controla el poder fáctico, el dueño del establishment. Una situación que no genera progresos para la oposición –tal como estaría ocurriendo en Venezuela- indicaría que la estrategia aplicada hasta el momento debe ser revisada. Sobre todo si en vez de las victorias parciales, se ha apostado a la narrativa de la “batalla final”, un fardo que toca ajustar cuando la circunstancia obliga a moderar las expectativas de las bases de apoyo.
No extraña, por tanto, que el tránsito desde el radicalismo hacia la moderación sea un factor común en la historia de estos actores de carne y hueso. Descubrirse víctimas del compromiso irracional, tomar consciencia de que se invierten recursos en situaciones desfavorables y con costos crecientes, tiende a generar el turning point, el punto de inflexión, la necesidad de avanzar apelando a planteamientos realistas… indicio de madurez política que, por cierto, cuesta vislumbrar en nuestro caso.
Tropezar de nuevo con el muro y empeñarse en derribarlo con herramientas vistosas pero equivocadas, pone a nuestro drama en catastrófica pausa. ¿No es hora de tomar nota del error recurrente, eludir el rumboso pero frustrante maximalismo y, como otros antes que nosotros, aprovechar la oportunidad de unas elecciones para acumular real fuerza, para hacer presión real?
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