El poder tiene un curioso modo de dialogar con los ciudadanos que lo adversan. A veces una expresión de inusitada violencia acaba de mostrar la debilidad más elocuente. Para muestra basta el botón de la estatua de Hugo Chávez en Margarita, muy cerca del cadáver del Hotel Hilton, a unos pasos de la avenida Bolívar.
Da pena que justamente el héroe de la patria tenga que presenciar todos los días el blindaje al que han sometido a la estatua del ex presidente Hugo Rafael, para evitar que la destruyan quienes todos los días padecen una vida cotidiana plagada de escasez, hambre y violencia.
Cuando un régimen tiene que defender al “líder máximo de una revolución’’, al “timonel de Sabaneta’’, al “eterno’’ (frases hecha todas ridículas con las que han intentado santificar a un hombre limitado que no pudo alcanzar su sueño), como ocurre ahora en los predios de Pampatar, reconoce ipso facto que ha perdido la gracia que alguna vez tuvo y que la caída se precipita.
Así ocurrió con otros regímenes que parecían eternos y que sufrieron heridas mortales y sucesivas: esas embestidas fueron horadando sus cimientos más profundos. Basta con recordar por ejemplo el caso de Mohammad Reza Pahlaví, que gobernó desde 1941 hasta 1979. El fin de un imperio de horror fue retratado por el periodista Ryzard Kapuściński, en su libro excepcional El Shá de Irán.
“El Shá creó un sistema que sólo era capaz de defenderse y totalmente incapaz de satisfacer las necesidades de su pueblo. Esta fue su mayor debilidad y la auténtica causa de su fracaso final. La base psicológica de semejante sistema no era otra que el desprecio que sentía el monarca por su propio pueblo y el convencimiento de que siempre se podía engañar a súbditos ignorantes prometiéndoles muchas cosas. Pero hay un proverbio iraní que dice: las promesas sólo tienen valor para quienes creen en ellas’’, escribió el periodista polaco.
El libro de Kapuściński es un prodigio de reportería y análisis político. Concluye sin duda que fue un tirano, un líder que debió acudir a la violencia para frenar las rebeliones. Como Chávez fracasó en el intento por modernizar su país, a pesar de recibir millonarias sumas de dinero de la exportación de petróleo.
Fue otro tirano más que apeló al terror de servicios secretos salvajes para frenar a sus opositores, que encarceló a opositores, y que vivía entre lujos y excentricidades mientras el pueblo soportaba la pobreza y el atraso más abyecto. Una de las narraciones que siempre recuerdo de El Shá de Irán es un retrato de un activista que se dedicaba a derribar las estatuas del sha. Era su modo de protestar.
Pero quizás la joya de la corona la tenga Ecuador en su historia. Donde reposa la memoria de un héroe nacional, José Joaquín Olmedo (1780/1847). Fue abogado, escritor y político recordado, porque defendió la liberación nacional. Su obra más recordada es La victoria de Junín o Canto a Bolívar (1825). Diseñó la bandera y escribió la letra del himno de Guayaquil.
Como hombre importante de una nación latinoamericana, y bolivarianista, las autoridades decidieron levantar una estatua en su nombre. El problema es que los costos no daban para llevar adelante el homenaje. Entonces decidieron aceptar una estatua que se encontraba a buen precio en Inglaterra. Una ganga.
Era una estatua del poeta inglés Lord Byron. Sin pena ni angustia, los promotores la trajeron en barco y le pusieron el nombre de Olmedo. Nadie puede negar que allí hubo justicia poética y nacionalista. Insisto: el poder tiene un curioso modo de dialogar con los ciudadanos.