Por: Mario Villegas
Dos meses atrás, Donald Trump asomó el garrote y dijo no descartar una opción militar para Venezuela. Obviamente, semejante declaración concitó el rechazo de quienes en el mundo postulan la solución pacífica de las controversias entre países y a lo interno de cada país.
Infinidad de naciones se pronunciaron en rechazo a la sola posibilidad de una invasión norteamericana. Tan torpe fue la afirmación del presidente de Estados Unidos que parecía más bien destinada a favorecer al gobierno del presidente Nicolás Maduro, cuyos puntos democráticos a escala mundial se encuentran por el subsuelo.
De inmediato, gobiernos de todo el orbe se pronunciaron contra lo que consideraron una clara amenaza hacia Venezuela. Así lo hicieron incluso muchos estados, cuyos mandatarios y cancillerías habían condenado antes el rompimiento del orden constitucional y las sistemáticas violaciones a los Derechos Humanos por parte del gobierno de nuestro país. Después de ser denunciado y condenado por tutilimundi, Maduro agarraba el trapo que le lanzó Trump y se vestía de víctima.
En el planeta es cada vez mayor el rechazo al uso de la fuerza contra ningún país, no solo por lo que significa en quebrantamiento del derecho internacional y en muerte y destrucción para la nación agredida, sino también por el grave peligro que cualquier conflicto bélico representa para el frágil equilibrio internacional y la paz mundial.
Pero no solo las invasiones o ataques militares y las amenazas del uso de la fuerza resultan antipáticas para la comunidad internacional. También los bloqueos y cercos económicos generalmente reciben amplio rechazo de los estados por los penosos sufrimientos que los mismos acarrean a la población civil de los países afectados, aparte de que tales medidas han demostrado su absoluta inutilidad para modificar el sistema político de alguna nación. El caso de Cuba, tras más de 50 años de bloqueo norteamericano, es más que elocuente.
Cosa distinta son las llamadas sanciones individuales que el mismo gobierno estadounidense, y luego Canadá, han dictado específicamente contra personeros del régimen que ahoga la democracia y las libertades en Venezuela.
Cada país es libre de determinar las condiciones para que un ciudadano extranjero ingrese, permanezca, mantenga propiedades y haga negocios dentro de su territorio. Se trata, sin duda, de una materia inherente a la soberanía y autodeterminación de las naciones.
Por supuesto, la legislación internacional, en materia de inmunidades diplomáticas y de comercio exterior, entre otras, así como el principio de reciprocidad en las relaciones entre los estados, tienen particular incidencia en el tratamiento que los gobiernos dispensan a determinados ciudadanos extranjeros, investidos o no de alguna autoridad o representación en sus respectivos países.
Que un estado permita o niegue a un forastero el acceso a su territorio es asunto de su exclusiva determinación. Justo es recordar que tanto el gobierno de Hugo Chávez, como ahora el de Maduro, han impedido el ingreso a Venezuela de determinados visitantes que les resultan incómodos. El caso más reciente es el del periodista argentino Jorge Lanata, devuelto desde el aeropuerto de Maiquetía a Panamá.
Pero la prepotencia y el ánimo inquisidor ha alcanzado tales extremos en el madurismo, que en la llamada Asamblea Nacional Constituyente ha llegado a plantearse hasta la aberración de quitarle la nacionalidad venezolana a líderes de la oposición que han denunciado ante la comunidad internacional la desviación dictatorial del régimen.
Si los gobiernos de Estados Unidos y Canadá han elaborado sendas listas de funcionarios y otros ciudadanos venezolanos no gratos, en sus territorios están actuando conforme a sus propias potestades.
Es de presumir que para los jerarcas rojo-rojitos, incluidos en esos listados, no debería ser ninguna tragedia no poder turistear o tener bienes y negocios en esos países, generalmente denostados en el discurso chavista. De hecho, la creación de la Celac tuvo precisamente el propósito de activar un mecanismo paralelo a la OEA, sin la odiada presencia de los Estados Unidos y Canadá.
Se entiende, entonces, que algunos de los jerarcas señalados en las listas hayan dicho considerarse honrados de haber sido incluidos.
Total, a esos compatriotas premiados todavía les quedan 191 países en todo el mundo y 33 en el continente americano, en los cuales pueden hacer turismo plácidamente, adquirir propiedades, emprender actividades mercantiles y hasta residenciarse, si fuere algún caso.
Ningún demócrata auténtico aceptaría sanciones contra el pueblo venezolano. Contra individualidades, es asunto de ellas.