Seguramente, a usted, que es una persona decente (las que no lo son no suelen leerme) le pasa lo mismo que a mí y que a millones de venezolanos. Nos están forzando a enfrentar un falso dilema, el de votar o no votar. Y, como millones, usted y yo somos espectadores obligados en un torneo de ping pong. La pelotica va de un lado a otro pero aunque el «match» va empatado, pues el juego de cada contendiente es flojo y sin sustancia, sin peso específico. Un pantano de mediocridades. Ni los pro participación ni los pro abstención presentan argumentos de peso.
Pues bien, pensemos. Si votamos, es improbable – por no decir imposible- que podamos hacerlo por gente que valga la pena, porque muchos de los buenos están inhabilitados, desterrados o presos; o lo estarán próximamente. Por si fuera poco, el sistema que han diseñado (cambiaron las reglas) le asegura a muchos «peoresnada» muchas curules.
Si no votamos también entrarán estos mangasmeás porque el modelo está diseñado para que los electores sean innecesarios. El juego está montado para que estos farsantes se repartan la torta y a los ciudadanos no nos dejen ni boronitas.
Hay más. Tal como está planteado, este nuevo menjunge no va a resolver los problemas de legitimidad y legalidad. Como estos «comicios» mal paridos son fruta del árbol envenenado, no son ni tan siquiera maquillaje que aguante mojadita. Entonces, el disfraz no sirve. Afuera, donde se bate el cobre, cantarán que esto sigue siendo «teatro, lo tuyo es puro teatro».
He leído y escuchado a gente seria (y no tan seria) hacer analogía de estas elecciones con el proceso electoral de 1952. Aunque algunos de sus razonamientos son buenos, parecen obviar que esos comicios ocurrieron en 1952 y «chichón de piso» estuvo apoltronado en Miraflores hasta 1958. Venezuela por esos tiempos no tenía la patética situación socioeconómica que atravesamos ahora. No éramos un país de gentes convertidas en pellejos y huesos. El problema era esencialmente político, un pleito de poder entre militares y civiles (y los enchufados de la época). Había hambre de libertad, de democracia, de derechos humanos, no de «carne, arroz, caraotas y plátano». A cualquier venezolano que le digan que con participar en unas elecciones parlamentarias tracaleadas va a generarse la masa crítica para «en unos cinco años salir de esta varilla», se le pondrán los ojos aguaos y le dará un yeyo.
Curioso, por decir poco, que la comunidad internacional parece tener claro lo que ocurre en y con Venezuela, en tanto que muchos venezolanos son (adrede) enclaustrados en una niebla de confusiones por unos estrategas hábiles y sagaces en el montaje del trajín.
El nuevo CNE es aún peor que el anterior. Y miren que parecía imposible. Para leer o escuchar a Rafael Simón Jiménez hay que tomarse kilos de primperan. De la inhabilitación de partidos pasamos ahora a la modalidad de «expropiación» de organizaciones políticas. Y ahora comienzan con el registro de nuevos votantes, en medio de la pandemia; verán cómo engordará el RE.
Afuera de las fronteras se preguntan si de veras vamos a aceptar con mansedumbre de idiotas toda esta nueva trampajaula. No les cabe en el cerebro que ahora no solo debatamos el falso dilema sino que, además, alguien suponga que los países que hasta ahora han desconocido al apoltronado y sus aliados vayan a otorgar algún tipo de legitimidad o reconocer alguna legalidad en esta pantomima.
«A mí me pasa lo mismo que a usted, me siento solo, lo mismo que usted, paso la noche esperando… Lo mismo que usted…». Solo que esto no es un bolero… Lo mismo no es una enfermedad del lomo. Y no, no da lo mismo. Dicho así, sin regorgallas lingüísticas que no impresionan ni frases en latín que empalagan.
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