“Los acuerdos realmente trascendentales, debido a que se adentran en la posibilidad de detener un deterioro colectivo que no puede esperar la parsimonia de las consultas, ni el parecer de una rebuscada sabiduría popular, solo los deben hacer los individuos capacitados para llevarlos a cabo porque poseen la experiencia que el predicamento solicita, y manejan los pormenores que solo tiene a mano un grupo de iniciados”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Gracias a las paces más criticadas de nuestra historia, se llegó al fin de la Guerra Federal. No fueron el resultado de una consulta entre las partes beligerantes, a las que no se pidió opinión antes de que solamente dos personas se encerraran entre las cuatro paredes de una hacienda para suscribir un acuerdo. Una de esas personas en representación de Juan Crisóstomo Falcón y la otra como vocero de José Antonio Páez. Solo los jefes máximos supieron de los puntos que la pareja de delegados debía manejar para buscar acuerdos equilibrados, mientras los estados mayores de los ejércitos, la soldadesca y el público en general se quedaban en babia. Las censuras cesaron cuando los dos personajes mostraron unos papeles de avenimiento gracias a los cuales cesaba una pavorosa sangría. Los no consultados, que eran la mayoría del país, no tuvieron mejor salida que cerrar el pico cuando se comenzaron a recibir los beneficios de la concordia; cuando liberales y godos, federales y constitucionales, sin dejar de ser lo que eran, comenzaron a recibir los frutos del diálogo y a imaginar la posibilidad de una cohabitación civilizada y duradera.
No sé si pasó algo semejante cuando Pablo Morillo y Simón Bolívar se sentaron por una sola vez a hablar de paz después de una matanza en la cual los dos tuvieron cuotas indiscutibles de responsabilidad. El primero cuando ordenó escabechinas generalizadas después de su llegada de España y el otro desde mucho antes, cuando ordenó que se borraran de la faz de la tierra venezolana a los españoles y a los canarios. Los archivos no conservan noticias de las reacciones negativas de las clases dirigentes y del pueblo llano cuando los dos leones quisieron presentarse durante un par de días como ovejas para disponer el fin de la Guerra a Muerte; cuando, después de una inmolación que los tuvo como líderes, cambiaron las lanzas por un abrazo que ha merecido estatuas y panegíricos aun en la actualidad. No terminaron las hostilidades de inmediato, como tampoco ocurrió después del convenio entre un federal con ínfulas y un godo de uña en el rabo, pero se comenzaron a transitar caminos hacia una sociabilidad constructiva que se hizo realidad poco a poco.
Las analogías habitualmente son desaconsejables debido a que provienen de un anacronismo que desemboca en trampa, en subterfugio para convencer tontos, o para tratar de callarlos de una buena vez, pero no dejan de tener sentido cuando le abren caminos al sentido común. Hoy se pueden utilizar para la siguiente afirmación capaz de superar el paso del almanaque, o los lugares comunes a los cuales acuden los supuestos defensores de la democracia representativa, en especial cuando la sociedad experimenta una crisis sin soluciones inmediatas: los acuerdos realmente trascendentales, debido a que se adentran en la posibilidad de detener un deterioro colectivo que no puede esperar la parsimonia de las consultas, ni el parecer de una rebuscada sabiduría popular, solo los deben hacer los individuos capacitados para llevarlos a cabo porque poseen la experiencia que el predicamento solicita, y manejan los pormenores que solo tiene a mano un grupo de iniciados. Así de simple.
Nadie puede criticar al tuitero de todos los días que dispara sus baterías contra el diálogo que está empezando en México porque seguramente perdió la paciencia ante las atrocidades del régimen y necesita un desenlace urgente, reclamado por su desesperación, pero no deja de ser oportuno sugerirle que no hable demasiado de lo que desconoce del todo; de un negocio con cuyo desarrollo no está familiarizado. Todo esto sin pedirle mudez, sino simplemente un gramo de sindéresis pese a que las redes lo autoricen a desembuchar lo que le pasa por la cabeza. Como no existían tales redes durante la Guerra Federal no sabemos exactamente el número de los que criticaron los Tratados de Coche, pero tenemos constancia de que la historia los condenó al olvido. Seguramente pasó lo mismo, si existieron de veras, con los antagonistas de los Tratados de Santa Ana. Por opinar a deshora, en el caso de que realmente metieran su cuchara en un caldo con dosis de veneno, ni siquiera los mientan en las crónicas de la parentela.
No resulta inoportuno atreverse con estas referencias sacadas del siglo XIX, que no son prehistóricas ni mucho menos, para que el escribidor se atreva a sugerir cordura a los que arremeten contra el diálogo porque no les consultaron antes de su inicio, o porque no les dieron la oportunidad de opinar o de escoger a los delegados que la oposición tiene en México. De una idea tan rebuscada de democracia, o de un entendimiento tan estrafalario de la noción de representatividad, solo se puede desembocar el seno de un disparate digno de manicomio. Pero no son conductas que conduzcan a una descalificación redonda del opinante común, sino solo a llamar a la atención sobre cómo requiere de un freno para que no quede tan mal parado con sus juicios superficiales y triviales. Quienes merecen un ataque sin piedad son los dirigentes políticos de oposición que ya han determinado que el diálogo solo terminará en fracaso porque los que dialogan con el régimen harán mal su trabajo, o porque quedarán felices después de que los arteros representantes de la dictadura los chantajeen. Si inventan y proponen un recurso comparable o superior al diálogo, quizá merezcan esos políticos que se los tomen en serio. Aunque apenas un poco.