Por: Jean Maninat
Quien no haya sentido alguna vez ganas de lucir la vestidura púrpura, exhibir un capelo cardenalicio, portar una piedra preciosa en el dedo anular, y deambular sin prisa por los jardines del Vaticano con alguno de sus pares mientras se susurran confidencias y se vislumbran funerales y entronizamientos, es un alma saludable que merece ser recompensada cuando el momento supremo le guiñe un ojo.
Cómo no haber acunado una quimérica atracción por el Vaticano y sus delicias: el Colegio Cardenalicio, su Cónclave, su Decano, su Camarlengo, su Protodiácono, y la Curia Romana toda; incluso a pesar de las invectivas de descreídos contumaces, brillantes y burlistas como Buñuel y Fellini; Voltaire y Hitchens.
Ah… pero el Vaticano sigue siendo el Vaticano, depósito de secretos milenarios, de tretas mundanas y reyertas partidarias. Es el reservorio con más abolengo de tramas novelescas en tiempo real, de traiciones y redenciones, de pugnas silenciosas entre hombres con el poder de decidir mutuamente el destino de los unos y de los otros reunidos en un mismo recinto cerrado al mundo. Hay misterio, hay emoción, hay sabiduría e inteligencia. ¿Qué más se puede pedir en el mundo chato y transparente en que vivimos?
El telefilme de Fernando Meirelles, Los dos Papas, no se adentra en los laberintos del Estado Vaticano, apenas los evoca, con suma discreción, para centrarse en las portentosas personalidades de Benedicto XVI y Francisco, situados en las antípodas doctrinales de la Iglesia en la que se formaron. Uno, Joseph Aloisius Ratzinger, un brillante intelectual alemán, culto, guardián de la ortodoxia católica durante su tránsito como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Del otro lado, Jorge Mario Bergoglio, un compasivo Cardenal argentino de a pie, de esos sacerdotes que son hinchas de futbol, beben su vinito y quieren acercar la Iglesia a las aceras del mundo.
La polémica causada, hasta ahora, se ha sustentado en la versión maniquea de los dos personajes históricos: uno sería un fósil retardatario, inmovilista y encubridor de los peores desvíos de la Iglesia. El otro un demonio filocomunista, con el 666 grabado en el cráneo posterior, dispuesto a desmantelar la institución y sus valores. Así se discute hoy en día, y lo peor es que así también se discurre. Vivimos en el reinado del primitivismo ilustrado.
El telefilme de Meirelles se sostiene sobre las magistrales actuaciones de Anthony Hopkins y Jonathan Pryce -actuando como Benedicto XVI y Francisco respectivamente- y ya poder admirarlas hace posible soportar el pegajoso galanteo del joven enamorado Bergoglio, desgarrado entre el amor a la chica de su barrio y la llamada del Señor. La gente tiene su lado humano, pero no tiene que ser tan cursi.
Otro de sus meritos: muestra los claroscuros del pasado de ambos personajes, sobre todo Bergoglio aún cuestionado por sus tratos con la dictadura militar argentina para intentar salvaguardar la vida de jesuitas amenazados de muerte. Unos lo tildan de izquierdista, otros de colaboracionista. (Ambos personajes son algo más complejos de lo que piensan los que no piensan).
Poco se sabe qué se dijeron ambos en sus encuentros. ¿Qué preciados misterios se llevó consigo Joseph Aloysius Ratzinger a su autoexilio en Castel Gandolfo? ¿Los conoce su confesor? ¿Cuál es la combinación de la caja fuerte donde los guarda? ¿Qué le contó a Francisco en sus encuentros?
¿Y qué secretos comienza atesorar Francisco en su paso por la Santa Sede? ¿Los intercambiará como rehenes con su antecesor? ¿Habrá valido la pena mostrar al mundo la maquinaria que mueve la Curia Romana, aun a costas de cierta espiritualidad?
Son algunas interrogantes que los encuentros entre ambos personajes nos dejan. Algo los une ahora, sentir el inmenso poder de quienes siguen sus pasos sigilosamente para cerciorarse que nada cambie y todo siga igual.
(Este artículo está basado en uno que publiqué en el 2013 sobre la renuncia de Ratzinger y el ascenso como Sumo Pontífice de Bergoglio. ¡Feliz año!).
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