Publicado en: El Universal
(Para M. que chocó con los molinos de lo humano)
Sin importar de cuál hablemos, cuando un pistolero (real o emocional), temerario, astuto y sin escrúpulos, se planta frente a la sociedad, el liderazgo se derrite y con él sus bases de sustentación. Puede ser Castro, Hitler, Mussolini, Lenin, Mao, Perón, Saddam, Jomeini y muchos otros que hincaron de rodillas al mundo. Y para eso fueron imprescindibles los pensadores negacionistas del orden y defensores de utopías. Ejemplo contrario de éstos, Goethe post romántico.
En su monumental Poesía y verdad marca pautas inmortales para la sociología política del totalitarismo y el caudillo totalitario: “…lo demoníaco se presenta más terriblemente cuando aparece y predomina en un hombre… y desde su interior fluye una fuerza enorme sobre las criaturas y los elementos… ¿Quién puede decir hasta donde llegará su irradiación… ni las fuerzas morales… ni los más lúcidos pueden contra ella… la masa se deslumbrada ante su presencia”.
Esos endemoniados usaron sus condiciones personales para dar un mensaje de dos caras: la sociedad abierta es despreciable por miserias reales o irreales y por eso prometen superarla en un mundo nuevo con las clases, naciones o razas oprimidas. Esta pelota maya la pusieron en movimiento Hegel y Marx, los dos grandes totalistas de la derecha y la izquierda.
Aunque ambos captaron los extraordinarios avances de la civilización, decidieron que llegaba la hora del fin de la historia, del triunfo de la razón y del shortcut a la felicidad. Pasaron 172 años desde el Manifiesto comunista y de 30 la caída del Muro de Berlín. Además del desembarco en Normandía por los norteamericanos, el horror totalitario y el progreso de las sociedades democráticas.
Intelligentzia bruta
Eso haría suponer que el virus se había debilitado en occidente. Pero el balance en 2019 da para el escepticismo. Los pensadores posmarxistas y post totalitarios, de izquierda y de derecha, son furiosamente anti liberales (aplican el término estúpido de neoliberalismo) y escriben como si eso no hubiera ocurrido. Serge Latouche, Naomi Klein, Judith Butler (inventoras de que el sexo es una invención) y la primera un caso de paranoia clínica su teoría conspirativa del mundo.
Igual Paul Gottfried, teórico de Trump de alt-rigth, Thomas Piketty, (la desigualdad devora a Europa), Evgueny Morozov y Yung-Chung-Hal (internet es una desgracia, el big-brother digital) Slavoj Zizek (el capital financiero asfixia a la humanidad). Especial mención merece Joseph Stiglitz apocalíptico profesional del “capitalismo” en su cadena de patéticos desahucios,y particularmente en la crisis de 2008. Los mencionados demuestran dos cosas a saber por quienes los leen o se disponen a leerlos.
Que las pamplinas ideológicas, los prejuicios, las manías, la doxa, con patológica frecuencia engendran pensamientos invulnerables a la realidad, dimensiones paralelas, mundos de monstruos imaginarios. Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte se adelanta a su propia sombra al decir: “la tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.
¿Cómo alguien con la erudición histórica, económica y estadística de Piketty, “el Marx contemporáneo”, puede creer que la diferencia de ingresos entre los extremos minúsculos de la campana de Gauss, condena sociedades en las que 80% disfruta del nivel de vida más alto en la historia de la humanidad y que mejora a diario? ¿Cómo puede usarse aún capitalismo, término marxista peyorativo, contra la sociedad abierta y libre, y pretender forjar “otra sociedad” como si se tratara de un muñeco de plastilina?
Todos contra todos
Stiglitz y Zizek desentierran el demonio del capital financiero, -llamado así por Hilferding y Lenin hace cien años- cuando su arboladura global nos dio la posmodernidad, la magia de los pagos digitales, el crédito generalizado para viviendas o vehículos, que permite producir y consumir bienes y servicios con beneficio para 90% de la población mundial. La banca permite a los pobres comprar sin dinero y son la incapacidad y la corrupción de los gobiernos para cumplir su papel, lo que genera crisis como en 2008.
Gottfried, un supremacista blanco que apoyó a Trump, razona como los diferencialistas negros, musulmanes o feministas: hay que enfrentar religiones, etnias y sexos, y la igualdad democrática es un mito liberal. Goethe dice que las fuerzas morales no pueden contra la energía de los endemoniados, ácido que corroe las resistencias a la amenaza resentida y antidemocrática. El opio de los intelectuales.
Como lo vimos en Venezuela fueron ellos, curas, comunicadores y gerentes de comunicación, estamentos de poder, quienes corroyeron los cimientos éticos que sostenían el orden e hicieron creer que la democracia era un pozo séptico de crueldad y necesitaba un hombre fuerte. Envenenaron las aguas culturales y tarde se arrepintieron.
Los intelectuales desacreditan la sociedad abierta, fabrican la maqueta de un mundo armónico, y relamen el discurso eversivo de los ogros utópicos. El grado de una sociedad libre no se mide por las elucubraciones de académicos y adulantes, sino por a cuantos años luz de distancia está del Gulag, Auschwitz o Isla de Pinos. Y no importa cuán lejos parezca estar. Siempre los intelectuales, los ogros y los confundidos pueden conseguir un bucle de tiempo.
Lea también: «La mentira de la serpiente«, de Carlos Raúl Hernández