Los escuderos y las arepitas – Elías Pino Iturrieta

Por: Elías Pino Iturrieta

Un funcionario público, a quien corresponde la atención de la comunidad, resolvió hablar con unos jóvenes aguerridos que, cuando les parece, convierten su jurisdicción en una batalla campal. Les habló sobre los inconvenientes de las acciones anárquicas, de los peligros de actuar sin coordinación contra la dictadura y, por supuesto, de los daños materiales que causaban a diario en detrimento de los habitantes del lugar. Muchos de los jóvenes se despojaron de sus escudos, escucharon los argumentos y se dispusieron a participar en un diálogo que podía llegar a conclusiones útiles, pero la sesión fue interrumpida por un grupo de vecinas entusiastas. No venían a hablar de los problemas de su cotidianidad, del ruido que impedía su tranquilidad, de la violencia que azotaba sus vidas, sino a reconocer el heroísmo de los muchachos que hablaban con el funcionario. Llevaban unas bandejas de arepas con forma de corazón, que les obsequiaron como homenaje. Los esfuerzos del servidor público se perdieron en el doméstico azafate, mientras los homenajeados anunciaban la continuación de su cruzada.

Es usual que en las situaciones extremas que experimenta una sociedad sucedan conductas sorpresivas, actitudes de grupos pequeños y grandes que no siguen los lineamientos de quienes aparecen o se reconocen como líderes en medio de una convulsión. En situaciones extremas no predomina la coherencia. Tales actitudes aumentan los escollos de un camino que ya tenía suficientes, y requieren esfuerzos adicionales para evitar que esas y otras aguas abandonen el cauce. En los libros de historia abundan los ejemplos de este tipo, de manera que no estamos ante un caso insólito que conduzca a enigmas jamás planteados. Los escuderos se estrenaron en la antigüedad y se han repetido a través del tiempo, hasta llegar a nuestras venezolanas horas. ¿Por qué? Los pueden mover los resortes más variados: no están de acuerdo con las vacilaciones del liderazgo, juzgan que su patriotismo es el más patriótico de todos, no quieren que la debilidad de la dirigencia los contagie, sienten que se llevan la palma en materia de testículos, consideran que son demasiadas las heridas que se les han causado, han adquirido conciencia en torno al papel que deben ejercer, consideran que llegó el tiempo de salir de los rincones… y siguen más razones en al catálogo de una etiología casi infinita. No son encarnaciones de la mala fe, ni nada por el estilo, sino expresiones genuinas de un caos determinado.

Sin embargo, hay un detalle curioso en el caso de nuestros cruzados: hacen publicidad de su gesta cerca de los semáforos y piden dinero para seguir en la lucha. Ya es un hábito del paisaje su presencia en sitios concurridos, donde exhiben las capuchas heroicas junto con las armas de la lucha y después pasan la raqueta. Una demostración de semejante naturaleza debe llamar a la reflexión. Una resistencia convertida en ornato público invita a las dudas mientras espanta las certezas. Una cuota permanente de demostraciones de coraje que puede obtener réditos materiales ante el regocijo de los viandantes deja de ser un capítulo de historia para volverse circo provechoso en materia de emolumentos. El hecho merece atención porque no solo cuenta con el regocijo de quienes los aplauden y los confortan con sus óbolos, sino también con la anuencia del régimen. Cuando las protestas se convierten en trivialidad sale ganando la dictadura. La falta de transparencia favorece a los mandones. Por eso observan a los escuderos desde prudente distancia mientras se preparan sin ocultamiento, y solo los repelen cuando se trasforman en una hoguera que la salvadora GNB apaga para bien de los vecindarios.

Por consiguiente, las señoras de las arepas en forma de corazón no están solas en la faena de mimar y engordar un fenómeno que puede traer consecuencias perjudiciales para la causa de la libertad. Las acompaña la dictadura, por los beneficios que saca de unas escaramuzas tan banales, tan fáciles de liquidar cuando considere oportuno. Los políticos que han fomentado el culto hiperbólico de la calle deberían pensar al respecto.

epinoiturrieta@el-nacional.com

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