Por: Carlos Raúl Hernández
Jean Valjean es paradójicamente una caricatura. Al más noble, consecuente, solidario, afectuoso, heroico de los hombres, le pagan con traición todos los que recibieron su ayuda, al final hasta la hija por la que robó el pan que marca su destino de perseguido eterno. Víctor Hugo, conocido por «hugólatra», dejó a la posteridad con Los Miserables un culebrón que no mejoran el director Tom Hooper (2012), ídolos como Hugh Jackman, Russell Crowe, ni la diosa Hathaway. En 1998 Bille August dirigió otra, protagonizada por Liam Neeson, Geoffrey Rush, Uma Thurman, y hay seis versiones más, una con Depardieu, otras con Belmondo y Jean Gabin. Pero el número es exagerado. Hombres o mujeres como Valjean, la decencia, no están solos, sino rodeados de otros, muchos, a los que se unen en la marcha vital, y no son únicos contra una humanidad «holísticamente» malvada.
El cadáver que «seguía muriendo» según Vallejo, se levanta al final del poema gracias al amor de quienes lo rodeaban. Una criatura perfecta, Catherine Zeta-Jones, colapsó emocionalmente cuando Michael Douglas contrajo cáncer de garganta. Hoy los Valjean: María Corina Machado, Julio Borges, Nora Bracho, D’Gracia, Ismael García, están rodeados de millones de hombres y mujeres que les dan fuerza existencial y están dispuestos a correr con ellos el mismo destino. Su entorno es la mayoría, el pueblo.
La tarde del 30 de abril en la Asamblea Nacional marca una nueva fecha conmemorativa, tal como el 4 de febrero de 1992, de hasta dónde una sociedad puede parir alimañas y el descarrío moral organizarse para avergonzar al homo sapiens. La reconstrucción de los hechos retrata la catadura de esa banda que triunfó en 1998 para desgracia de una nación que han podido arrastrar por los cabellos para humillarla en cualquier infecto rincón. Lo ocurrido fue una típica acción revolucionaria, en la que la condición humana se reduce a un caldo de protozoarios. Todas las revoluciones contra la democracia son fascistas, independientemente de rojas, pardas o negras.
El revolucionario es la amoralidad encarnada y la «revolución» es la patente para cometer cualquier crimen, un fin «noble» que se autojustifica. Maltratar mujeres con la sonrisa llena de moscas, una nariz agusanada y ojos que eyectan liendres, está por debajo de la dignidad de cualquier ser vivo. Son cadáveres que caminan «contra el capitalismo, la derecha, la reacción». En la práctica en defensa de la corrupción, la incompetencia, la ruindad y la infamia. Tienen muerta el alma.
La catadura moral de la cáfila que gobierna es menor que la mafia, que no reclamaba ninguna justificación ideológica para robar ni asesinar, no se enmascaraba en un seudodiscurso político y sus miembros se asumían como lo que eran sin más. A pesar de esto tenían un código de ética inviolable. No agredían mujeres ni niños y a un conocido gángster de Chicago, lo ajustició su propia banda por matar la mujer de un pandillero enemigo. Dillinger, Al Capone, Genovese, Luciano, establecieron: el que se mete con las mujeres, incluso con las del enemigo, lo paga. Era un código de honor que quien pertenece a vertederos revolucionarios no puede entender. En nuestro país Babyface estaría armado de su Thompson, para disparar a las diputadas.
Con alevosía incomparable, reptante, que hace parecer lores a humildes sietecueros, cierran las puertas del hemiciclo y, protegidos por guardaespaldas, lanzan contra diputados pacíficos y desarmados una carga de degeneración acumulada en 14 años de recoger basura. Una figura contrahecha por el exceso de proteínas, especie de Hecatonquiro con cerebro de lombriz, golpea diputadas, lo único capaz de hacer. Luego quieren apagar la denuncia con una «cadena» de joropos y corridos que exhorta al amor y la paz. ¿Entiende que la operación busca pulverizar el precario prestigio del gobierno? ¿Autorizó el coup contra la Asamblea Nacional mientras disfrutaba del Circo Du Soleil?
El Padrino III termina con una estremecedora secuencia. Mientras Michael (Pacino) está en la ópera, los rápidos cortes de Coppola nos enseñan en diversos lugares y simultáneamente un set de ejecuciones ordenadas por él. Asesinos se deslizan al palco de un teatro y matan, en un salón del Vaticano y matan, una oficina bancaria y matan, y como fondo, las notas estremecedoras de Cavalleria Rusticana. Pozos de sangre. Familias destruidas, llanto, dolor. Pero Michael Corleone recibe su castigo luego de la secuencia demoníaca de asesinatos ordenados por él. El crimen no paga, dicen.