Publicado en: El Universal
Sobre las características personales del liderazgo se ha escrito densa y profusamente, en especial desde el primer tercio del s.XX. Y no podía ser de otro modo, sabiendo que sin conducción constructiva, convincente e innovadora, las organizaciones pequeñas o grandes están condenadas a dar tumbos, víctimas de la anarquía. Un cuerpo sin cabeza, como el pollo que por segundos corre descontrolado tras la decapitación, es anticipo del desplome. Así que el tópico no sólo es relevante, sino que explica en gruesa medida las derivas, conquistas o fracasos que signan a las asociaciones humanas.
De allí que las crisis de liderazgo en situación de excepcionalidad sistémica, incertidumbre y anomia, se vuelven factor crítico. Los saldos de la pandemia, de hecho, ilustran el punto. El “cisne negro” descabezó a los pilotos delirantes e infantilizados e hizo brillar a quienes en medio del pánico supieron mantener la calma, dueños de esa “capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad”, como la describió Weber. Un talento singular que no todos poseen o saben desplegar cuando la circunstancia se vuelve esquiva al control regular.
No es lo mismo, pues, tomar decisiones en tiempos de paz y normalidad democrática que en aquellos en que los referentes estructurales e institucionales colapsan. En ese contexto (que incluye guerras, construcción de alianzas o procesos de resolución de conflictos) el equilibrio entre la habilidad para innovar y la voluntad para asumir riesgos, como afirman Mares y Palmer (2012), es atributo que definirá la eficacia del liderazgo.
Según Byman y Pollack, los líderes con mayor voluntad de asumir riesgos son también más propensos a causar guerras o a prolongar el conflicto. Una tesis útil para explicar el caso de Venezuela, posiblemente. Y no es que arriesgarse no haga falta en terreno que continuamente pide tomar decisiones “en caliente”. Pero dado el impacto, lo sensato es hacerlo de modo que las consecuencias no entrañen la catástrofe. Ya lo decía Platón: que el político debe estar dotado de fuerza -razón, voluntad, apetito- para promover su proyecto, pero también de temple para atajar los excesos de dicho proyecto. “Para dirigir a los demás, es requisito indispensable imperar sobre uno mismo”, apuntaba asimismo Ortega y Gasset. Sin autocontrol, el liderazgo es embriaguez potencialmente destructiva.
En nuestra propia historia surgen testimonios del balance entre el puro instinto y la celosa planificación, esa destreza del político de vocación para servirse del riesgo calculado. No por casualidad, por ejemplo, la ruptura que en 1958 abrió camino a la democratización operó sin mayores traumas. Un fruto de decisiones que atendían a una vertiginosa marcha, sí. Pero también a la tenaz construcción de alianzas, al cabal mea culpa que antes emprendieron las élites políticas y sociales por los errores que malograron el ensayo democrático del Trienio.
Pero lejos de atender al paradigma del “sagaz, astuto y en ardides fecundo” Odiseo, lo que ha cundido entre nosotros ha sido la indignación moralista de estos campeones de nuevo cuño, renuentes a distinguir entre imprudencia y arrojo. Tragedia no griega, sino criolla, cuyos estragos no alcanzan a purgarse tras los tardíos actos de contrición, los deslindes cuando la nave zozobra o la escasa disposición a admitir corresponsabilidad en el naufragio.
Amén de rasgos como la poca apertura a los flujos de información -limitando la habilidad para leer el contexto, la tendencia a solventar problemas y establecer relaciones de cooperación, base de cualquier alianza- preocupa la dificultad del liderazgo para hacerse cargo de los desenlaces de sus osadías. Cierta infantilización, a menudo confundida con autoconfianza; cierta desmaña para actuar de acuerdo a las consecuencias, azuza esa propensión a correr riesgos y escalar conflictos, en lugar de apelar a alternativas orientadas por la deliberación y la integración. Es el callejón de los “héroes” a juro, donde el impulso adolescente, el pataleo narcisista y la personalísima percepción se afanan en desbancar a la realidad.
Penosamente, la impronta de esa hermoseada inmadurez porfía aun en medio de la carrera electoral. Los victimizados de ayer truecan en verdugos hoy, y viceversa. Un círculo voraz que no sólo impide captar fortalezas, sino también amenazas. ¿Se corresponderá tal dinámica con las expectativas de un electorado rebasado por la calamidad, esa que revela el reciente sondeo de ENCOVI? De conjurarse la tarasca abstencionista, bestia cebada durante años por algunos de los actuales candidatos, ¿prevalecerá la yerma dispersión o la decisión racional: el voto adulto, consciente, el voto inteligente? Lo último daría fe de que una ciudadanía harta de la afición por los suicidios en primavera resolvió poner límites, prescindir del victimismo, privilegiar la coherencia; y demostrar que su participación en condiciones adversas pero políticamente aprovechables adquiere así pleno sentido.
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