Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
A la memoria de los perseguidos, condenados y asesinados, víctimas de las “cacerías de brujas” del recurrente fanatismo que tanto le teme a la libertad.
El Malleus maleficarum o Martillo de las brujas, fue escrito y compilado por los sacerdotes de la orden dominica, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, y fue publicado en Alemania en 1487. Se trata de un manual que tuvo la asombrosa capacidad de transmutar la ignorancia en metodología “científica”, es decir, la barbarie ritornata en clara expresión del entendimiento abstracto y especialmente de su brazo armado, la ratio instrumental. De hecho, a partir del Malleus se puso en evidencia el estrecho margen -ya advertido por Spinoza en el Tratado Teológico-Político- que media entre los linderos de la enajenación religiosa y de la esquematización del conocimiento, puestos al servicio de una determinada hegemonía constituida. Ideología, la llamaba Marx. En el caso particular del Malleus, el gran historiador medievalista Jacques Le Goff ha dado cuenta de cómo, en la Francia del siglo XVII, los siempre sombríos miembros de los tribunales inquisidores sentenciaban a sus víctimas a plena luz del día, mientras que por la noche, al cobijo de las sombras, se vestían de finas togas de luz para dar lectura al Discours de la méthode de Descartes. Es como el eco de aquella canción de los años ochenta del ya recóndito siglo XX: “Sin sombra no hay luz”.
En todo caso, Malleus en mano, el incipiente y novísimo subjecto, aun desbordado por las aguas de su propia virtú, se fue formando, metódicamente, en la sospecha, la desconfianza y el recelo. En una expresión, la duda devino parte esencial de la nueva cultura que iba fraguando, lenta y progresivamente, el espíritu de la modernidad, anticipando –via invertionis– el anuncio formal de la llegada de una nueva era. La historia se cocina a fuego lento, y lo que aparece es, siempre, el resultado de un largo y doloroso proceso que objetiva y cristaliza la síntesis de las oposiciones. Quien todavía crea en la pureza de la secuencia de las imágenes indeterminadas por las antinomias, en el “esto” o “aquello”, es mejor que se vaya al cine. También esa creencia -no pocas veces impuesta- forma parte de la madeja de la que surgió el tejido del Malleus maleficarum. El peso de imponer una nueva hegemonía cultural, más allá de los límites del dogma, también tiene sus consecuencias.
Un año después de la publicación del Malleus (Das Hexenhammer), el papa Inocencio VIII reconoció la perniciosa, por hereje, existencia de la brujería. Y en un decreto papal –“Summis desiderantes affectibus”– apremia a los autores del manual a proseguir el combate contra la brujería en Alemania. De hecho, los misóginos en cuestión fueron nombrados inquisidores con poderes especiales. Los efectos no se hicieron esperar en el resto de Europa, al punto de que se calcula que el número de acusados y sentenciados a morir en la hoguera ronda entre los dos y los cinco millones víctimas, en la mayoría de los casos mujeres. Se trata de una cifra que, desde una perspectiva exponencial, pudiese equipararse con las muertes ocurridas en las grandes guerras mundiales.
Lo cierto es que la representación y consecuente cacería de la “brujería demonológica” se hizo popular y masiva a consecuencia del Malleus, siendo expresión de innegable autoridad e indiscutible credibilidad para el gran público. De modo tal que si lo decía el Malleus la duda, necesariamente, se desdoblaba: por un lado, “el caso” en cuestión se hacía rigurosamente “indudable”. Pero, por el otro, y precisamente por ello, la duda hacia el acusado plenaba por completo las mentes y los corazones de todos los “buenos y salvos”, incluso, en el caso de los propios familiares y vecinos, a la sazón, diligentes “patriotas cooperantes”, porque, como se sabe, “nunca se sabe”, y “el diablo siempre tienta”. Quizá sea eso lo que explique las “delicias” de la tercera parte del Malleus, cuyo contenido detalla los métodos -precisamente- para detectar, enjuiciar y sentenciar la brujería. La tortura aparece, además, como un ejercicio de rigor indispensable, y los jueces son instruidos para engañar al acusado, prometiéndole misericordia en caso de confesión. En fin, en Occidente, el fanatismo fundamentalista tiene en el Malleus maleficarum uno de sus textos de cabecera y uno de sus mayores motivos de inspiración.
De ahí que con el Malleus, y por primera vez en la historia, surja en forma sistemática una etiología del mal y, con ella, la legitimación de la violencia y del poder punitivo que, en sustancia, ha permanecido intacta hasta el presente. Cambian las circunstancias, los contenidos de las acusaciones y, por supuesto, las víctimas contra las que se ejerce la persecución. Pero lo que hasta ahora no parece haber cambiado es el hecho de que en toda masacre sufrida por la humanidad, de la que se tenga noticia desde los inicios de la era moderna hasta el tiempo presente, por más pequeña o grande que esta sea, se reproduce fielmente la misma estructura del Malleus maleficarum, su “lógica”, la lógica de los victimarios. Sus preceptos inquisidores han sustentado cada sospecha, cada acusación, cada persecución, cada encarcelamiento, cada tortura y asesinato cometido en nombre de la presencia de una inminente conspiración, de un inminente “riesgo”, una “amenaza” contra los cimientos y el “orden natural” de la “buena” humanidad, las “buenas” creencias religiosas o el “buen” Estado, por lo que deben tomarse medidas extraordinarias para combatirla, sofocarla y aplastarla. Es el fundamento del códice de todo poder punitivo, la fuerza que anima la maquinaria de represión que verticaliza el poder político y social, generando la infraestructura sobre la cual crecen y concrecen los estados de paranoia colectiva que justifican el ejercicio totalitario del poder. La estructura del Malleus ha sido la premisa del fascismo y del nazismo, del stalinismo y del macartismo por igual. Hoy es la fuente de la que se nutre el deslizamiento sufrido por la praxis política posmoderna hacia la gansterilidad. La grotesca y nada inocente promoción de las figuras de Superbigote y de Drácula -en este caso, se trata de la fantochización de la ya fantochizada imagen hollywoodense de la novela de Stoker, por lo demás, intoxicada por los efectos del Malleus-, en realidad ocultan la virtualización de un humeante espejismo, la inversión reflexiva de la realidad y, tal vez lo más importante, la hipostatización de la crueldad del régimen criminal que mantiene secuestrada a Venezuela. Que se den por enterados quienes se autocalifican de “opositores” al gansterato, empíricos amantes de la inmediatez y el cortoplacismo.