María Corina y Benezuela – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

En el habla venezolana nació hace tiempo una palabra que empezó como chiste y terminó como radiografía: Benezuela. Ese país paralelo donde la resignación se disfraza de costumbre, donde lo absurdo se vuelve rutina y donde la gente dice “vamos viendo” para no admitir que está viendo demasiado. Benezuela es la sombra de Venezuela: una caricatura útil cuando la realidad pesa más de lo que se puede nombrar.

En medio de ese paisaje aparece María Corina, figura que despierta pasiones y rechazos, pero que —en el plano literario, simbólico, humano— encarna algo que el país reconoce en sí mismo: el cansancio que no se entrega. Porque sí, María Corina está como Venezuela: cansada, pero no derrotada. Ello es evidente. Y valioso. Cansada como la mujer que amasa arepas a las cuatro de la mañana. Cansada como el joven que renueva un pasaporte que quizá no use. Cansada como la abuela que repite “esto no se acaba así”. Pero no derrotada. Y eso es aún más valioso.

El cansancio venezolano es un cansancio activo. No es rendición, es pausa. Es el cuerpo que tiembla pero sigue. Es el país que se sienta un momento en la acera, se seca el sudor con el dorso de la mano y dice: “Dame un chance, que todavía me queda camino”. Ese pulso —terco, obstinado, casi insolente— es el que hace que la metáfora funcione: no se trata de política, sino de humanidad.

Venezuela, la real, la que respira, la que se cae y se levanta, no cabe en Benezuela, esa ficción cómoda donde todo se explica con un chiste. Y la figura que la contradice tampoco cabe del todo en ese molde. Benezuela vive de medias tintas; la obstinación no. Benezuela necesita que alguien la desmienta para recordar que es invento. Y esa voz necesita un país cansado de inventos para tener eco.

Al final, Benezuela es el espejo roto donde Venezuela se mira cuando no quiere verse. Y la frase —cansada pero no derrotada— es el latido de un país que, incluso agotado, guarda un resto de aliento para lo que viene. Un país que no se rinde a sí mismo.

Venezuela no se rinde porque lleva en la piel la terquedad de quienes han aprendido a sobrevivir entre apagones y madrugadas sin certezas, pero que igual encienden el fogón, abren la santamaría y levantan la voz en la cola del mercado. Es un país que se tambalea, sí, pero que guarda siempre un resto de aliento para seguir andando. Y en ese reflejo, María Corina, también cansada pero no derrotada, sosteniendo su discurso como quien sostiene una vela en medio del viento: obstinada, frontal, insistente en que la dignidad no se negocia. Ambos —país y figura— comparten la misma pulsación: la resistencia que se niega a entregarse.

Venezuela es más grande que los venezolanos porque no cabe en un solo gesto, ni en una generación, ni en la suma de nuestras derrotas. Es un país que nos excede: una geografía emocional que sigue latiendo incluso cuando nosotros flaqueamos. Venezuela es más grande que sus hijos porque guarda una reserva de dignidad que no depende del ánimo del día, ni del cansancio acumulado, ni del vaivén de la historia. Y quizá por eso seguimos regresando a ella —desde la memoria, desde la nostalgia, desde la terquedad— como quien vuelve a una casa que siempre estuvo ahí, esperando que uno recobre el aliento.

 

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Post recientes