Publicado en: El Universal
En 1930 el teniente coronel Luis Sánchez Cerro dio un golpe de Estado contra el Presidente Leguía de Perú. Un militar enérgico y con don de mando, se cabreó porque cada vez que daba una orden en el palacio de gobierno, alguno de los tinterillos le decía “eso no se puede comandante. Lo prohibe la Constitución”. Cuando finalmente se le saltaron los tapones, les gritó: “¡manden a buscar a la doña Constitución esa y me la afusilan aquí mismo!”.
Tenía razón Sánchez porque las constituciones modernas (y las clásicas) surgieron para impedir la concentración del poder en un hombre, la tiranía, hoy llamada dictadura (dictadura en el período clásico era otra cosa). Para Montesquieu solo la vigilancia paranoica entre tres poderes, garantiza los derechos fundamentales. Eso es la Constitución.
La evicción de Evo Morales y la peligrosa ruleta en Chile, estimulan discutir cómo surge y como funciona. Son derechos fundamentales, reglas del juego permanentes, para largo plazo, que normarán intereses contradictorios y no deben someterse a mayorías electorales, sino a consensos cualitativos sólidos entre las diversas fuerzas de la sociedad, como desarrolla John Rawls entre otros.
Por eso para tocarla, aprobar, enmendar o reformar la Constitución, se establece un complejo mecanismo de consultas que aseguren la invulnerabilidad del acuerdo. La Constitución francesa de 1791 aclaraba que ninguna persona, ni la propia Asamblea Constituyente, ni el rey y ni siquiera el pueblo, podían modificarla una vez firmada, sino el trabajoso mecanismo que ella misma establecía.
Doña legitimidad
Rawls explica que los derechos fundamentales, la vida, la libertad y la propiedad, no se someten a voto popular para preservarlos de demagogos carismáticos, Robespierre, Mussolini, Hitler, Perón o Fidel Castro, porque son la camisa de fuerza contra semejantes peligros. La venezolana de 1961 se aprobó por consenso de las organizaciones sociales, concejos municipales, legislaturas, partidos políticos y mayoría calificada en las dos cámaras del Congreso. Imposible una imposición.
Las constituciones definen la legitimidad del gobierno sobre dos principios: legitimidad de origen, que sea electo conforme ella lo pauta. Y legitimidad de ejercicio, que la acción de gobernar sea estrictamente apegada a sus normas (por eso es una barbaridad cuestionar la legitimidad de un gobierno por impopular). Pero cuando se aparta de la Constitución, se hace ilegítimo e instituciones y ciudadanos tienen el derecho-deber de deponerlo.
A Carlos Andrés Pérez injustamente se le aplicó esa cláusula en 1993 y nadie protestó. Evo Morales, por el contrario, dio varios golpes de Estado consecutivos. Viola la Constitución con un referéndum para intentar reelegirse contra ella, que además, pierde. Insiste y lanza su espuria candidatura y así vuelve a violarla. Otra vez derrotado, ordena detener el escrutinio al organismo electoral.
La izquierda y sus fans no se horrorizaron por nada de eso sino al contrario, reaccionan contra las instituciones a nombre de Evo. Con tosco cinismo o ignorancia, intelectuales, dirigentes revolucionarios y descolgados denuncian violación de protocolos procedimentales cuando la fuerza pública actuó para detener un crimen in fraganti. Y se hacen los holandeses con el principio universal de que el Estado debe actuar con diligencia para impedir un delito.
Venezolanizar Chile
“Se considera delito flagrante el que se estuviera cometiendo o se acabara de cometer cuando el delincuente sea sorprendido en el acto… (o) inmediatamente después…”. La ley autoriza no solo a los organismos de seguridad sino a los propios ciudadanos para impedir la transgresión. Es surrealista (o revolucionario que es parecido) que los policías esperen sentados que asesinen a un niño para luego actuar. Si no detienen a Morales, seguiría en su presidencia ilegítima.
Teólogos nada atraídos por la violencia, San Agustín, Francisco de Vittoria y Francisco Suárez, justifican el derrocamiento y hasta el magnicidio de los tiranos. Otro episodio de protagonistas desvergonzados y de las más grandes tragedias de nuestra historia ocurrió cuando la Corte Suprema de Justicia autorizó a Chávez para violar la Constitución y cambiar las reglas del juego por mayoría electoral.
Chile pudiera estar al borde de una estocada, precisamente el disparate llamado proceso constituyente, por debilidad del Presidente Piñera y necedades de pirómanos exhibicionistas que hablaban de dictadura sexual e incineraban laptop, DVDs y televisores de mil dólares. Pero un problema sustantivo es el alto costo de la Educación Superior, en todas partes uno de los bienes más caros, y que el país carece de recursos suficientes para financiar.
La propuesta de gratuidad educativa en el gobierno de Bachelet se cayó por inviable. Y a la izquierda solo se le ocurre quemar el metro. Tendrán que emprender una reforma para traer más inversiones extranjeras y realizar ajustes fiscales que no tienen nada que ver con la Constitución y menos con el antimperialismo. El plan de cambiarla, especialmente por el mecanismo aborrecible de convocar “una constituyente” no está pensada para resolver nada sino para venezolanizar Chile. Si Chávez, Evo y Correa lo lograron ¿por qué no los chilenos?
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