Memoria del sufrimiento y ejército de ocupación – Tulio Hernández

Por: Tulio Hernández

No es la primera vez que el Táchira ha sido tratado con ensañamiento cruelTulio Hernández por una élite militar con apoyo civil que, en ejercicio del poder sin límites, decide un día desde la capital de la república darle un escarmiento ejemplar a un grupo humano que se opone de manera activa y además mayoritaria a sus caprichos y arbitrariedades.

Los tachirenses sabemos con propiedad cuánto dolor infligen a los pueblos los tiranos, los autócratas y los regímenes militares. Porque la memoria colectiva, incluso en un país amnésico, siempre se las arregla para sobrevivir. El Táchira parió a varios tiranos del siglo XX. Pero, en compensación, ha sido pródigo en engendrar también activistas civiles dedicados a combatirlos.

Fue un tachirense, Pedro María Morantes, quien bajo el seudónimo de Pío Gil, escribió los primeros y más duros alegatos contra los abusos y corrupción del régimen de Cipriano Castro. Publicó en París la novela El cabito. Allí murió. Gómez no le permitió regresar.

Con Juan Vicente Gómez, dueño del país por 28 años, nos fue peor. Luego del intento de asesinato de un siniestro gobernador, Eustoquio, su primo de igual apellido, fue tan grande la represión que cerca de 20.000 tachirenses fueron empujados al exilio. En 1925 se les ofreció una amnistía. Muchos regresaron. Y Leonardo Ruiz Pineda, en sus precoces memorias, recordaría el impacto que le produjo en su niñez ver pasar por Rubio, provenientes de Colombia, en fila india, pertenencias al hombro, a miles de aquellos exiliados “pálidos, famélicos y cabizbajos” en viaje de vuelta a casa.

No sabía Leonardo qué le aguardaba. Ya adulto, convertido en figura clave de nuestra incipiente democracia vivirá el infortunio en carne propia. Jefe de la lucha clandestina contra la dictadura de Pérez Jiménez, y coautor junto con Simón Alberto Consalvi y Ramón J. Velásquez, otro tachirense demócrata, del Libro negro de la dictadura, Ruiz Pineda muere asesinado por la SN, la policía política del régimen, cuando apenas roza los 37 años.

En 1958 llegó la democracia –chucuta pero democracia, imperfecta pero democracia– y todos creyeron que los tiempos de la barbarie terminaban. No era cierto. Lo sabemos ahora. Desde el pasado 2 de febrero, gracias al legado de Hugo Chávez, el Táchira ha vuelto a ser el escenario, esta vez multiplicado, del abuso de poder sin límites, el uso abominable de la fuerza más que bruta para reprimir legítimas manifestaciones de protesta, el encarcelamiento masivo como sustituto del diálogo, la tortura convertida en práctica diaria y de rutina, la actuación de bandas paramilitares oficialistas atacando barrios y viviendas o desatando acciones vandálicas para criminalizar la protesta estudiantil. Campo de batalla de una guerra asimétrica con ejército de ocupación.

La repuesta popular en San Cristóbal ha alcanzado niveles de incorporación de gentes de todas las edades; de universidades, barrios y familias enteras organizadas en esquemas de rebelión y resistencia partisana que ha puesto en jaque ya por más de tres meses el despliegue policial, militar y parapolicial de la cúpula gobernante.

Asustados y desesperados, fuera de sí, como Gómez cuando el atentado a Eustoquio, violando flagrantemente las leyes y la Constitución, encarcelaron sin el debido proceso a Daniel Ceballos y, violando el dictamen sagrado del voto, le arrebataron por la fuerza el cargo de alcalde de San Cristóbal al que había sido elegido. Con premura inusitada llamaron de inmediato a elecciones. Para sustituirle. Pero la población sancristobalense respondió contundentemente dándole una paliza histórica al gobierno rojo, eligiendo alcaldesa a Patricia Ceballos, activista política de Voluntad Popular, con 75% de los votos.

Quedan dos lecciones. Una, que entre calle y elección no hay contradicción: que con una mano se pueden levantar barricadas de defensa y con la otra ejercer el derecho al voto. Dos, no lo sabía el gobernador Vielma Mora, que a los pueblos con memoria de sufrimiento mejor es no despertársela.

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