Publicado en: El Universal
Encarar el conteo de recursos que dejó el paso del torbellino, catar con ojo de cirujano el daño, lo que el viento se llevó y lo que aún subsiste, es tarea ingrata pero forzosa cuando toca repensar una estrategia. En ese sentido, la revisión de 2019 no arroja muchos motivos para que la oposición pueda sentir alivios, y esa certeza de la mengua debería servir de premisa para calcular los próximos pasos. Un criterio se impone, y es no sólo el de la consecución de objetivos en tiempo previsto, sino el de la administración óptima, eficaz -esto es, evitando toda tentación de malbaratamiento- de lo disponible.
¿A qué nos referimos cuando decimos que un plan y sus ejecutores están obligados a ser eficaces? Importa precisarlo, conscientes de que la respuesta a este asunto a menudo se ve eclipsada por las pasiones de los involucrados, por la intromisión de intereses, mitos y sesgos cognitivos desvirtuando conceptos. Confundir épica con pragmatismo, coraje con capacidad, por ejemplo, acaba creando monstruos que distraen propósitos, que disfrazan el enclenque corcel con hermosos pero vanos jaeces; que confinan al pantano de la auto-indulgencia.
El logro simbólico, por tanto, si bien suma valor a la acción política –la política, en tanto discurso, se ata a las representaciones, a ese deseo que busca manifestarse mediante un pensamiento que recurre a símbolos- no sustituye el logro real ni deroga la simple pero imperiosa utilidad de las materializaciones. Y es que el ejercicio del poder pertenece sobre todo al terreno de lo fáctico, no sólo del “querer hacer”. De allí que cueste distinguir en cierta retórica, ampulosa, retadora, (“¡saldremos de esto como sea!”) pero carente de hoja de ruta o pautas para que el deseo cobre carne, sudor y nervio, un carácter político encaminado por principios de eficacia: eso que guía al estadista. A expensas de la tragedia, lo ético sería superar la situación de expectativa sin resolución, la marcha en pos de la utopía rutinizada, esos tránsitos que se vuelven terminales para muchos. Así de literal e inexorable.
Una postura realista frente al desafío de 2020 –rearmar el conatus roto; comprometerse con una vía pacífica que apunte, en primer término, a socavar la fuerza del adversario y eventualmente, a acceder al poder fáctico- pasa por moverse equilibradamente entre modelización y praxis, entre deber-ser y ser, recurriendo a eso que Aristóteles llama phrónesis, la prudencia y sagacidad del hombre de acción. No cunden las alternativas, por cierto, si consideramos que entre las exigencias apolíneas de algunos y el estado de honda descomposición de la política venezolana media hoy un gran trecho.
Decidir qué hacer, por ejemplo, frente a las parlamentarias –únicas elecciones aseguradas hasta ahora- demandará zafarse del goce vaporoso del ideal y estrujar el exiguo viento a favor, la propensión, el potencial de situación: lo que eso propone para hacerse de un medio idóneo, una balsa, un refugio que proteja contra el atasco y la fricción. La imagen del junco que se flexibiliza y logra resguardar su integridad de la incierta embestida del viento resulta útil acá: la idea es fluir con, no exacerbar esa “resistencia que oponen las circunstancias cuando proyectamos sobre el mundo nuestra acción planificada”, dice François Jullien.
Al disertar sobre el potencial de situación y la relevancia que entraña para el autor del “Arte de la guerra”, Sun Tzu, Jullien explica que el éxito de la estrategia no remitiría tanto al objetivo ni la finalización, sino al interés y el beneficio, a identificar variables que atenúan la dificultad y favorecen el avance; eso que absorberá la “circunstancia” para hacer surgir la oportunidad. En las antípodas del héroe trágico encumbrado por el romanticismo de Occidente, ese que cosecha loas en la medida en que se zambulle sin cálculo, “sin miedo” ni dudas en el peligro manifiesto, “el pensamiento chino ha aprendido a construir no un modelo heroico, retórico, que por su fuerza de invención se impondría al mundo, sino a contar con el proceso infinitamente gradual y silencioso del crecimiento que es conveniente acompañar”. Así, sin estridencias ni gastos de energía innecesarios, el estratega logra fatigar, dividir, desconcertar, transformar al adversario.
Al no disponer de ventajas ni reservas morales de sobra, mucho menos fuerza para instituir políticas, someter la voluntad de un rival despiadado e imponer ahora mismo condiciones democráticas, la osadía trueca en disparate, un suicidio ramplón que a punta de pirotecnia no conseguirá ennoblecer a sus cultores. Es el déjà vu que se anuncia si la oposición, a espaldas de la grosera evidencia, reincide en la abstención y prescinde de la AN. Abrir puertas sólo para entrar y encerrarse de nuevo, “dignamente”, no llevará a ningún lado. Todo indica entonces que ser eficaces –aprender a valerse de la ocasión propicia, desestabilizar al adversario con mínimo esfuerzo- exigirá antes que nada asumir el dolor de la propia transformación.
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