Milagros imperceptibles

Por: Sergio Dahbar

 Ciertas lecturas regresan con el tiempo, bajo la forma de un recuerdo agazapado. De alguna manera me enfrenté a una operación mnemotécnica. Una suerte de asociación de ideas inconsciente, que me llevó a encontrarme con una vieja pasión de mi madre. Una película francesa de 1949, El silencio del mar, de Jean Pierre Melville.

Había olvidado esta película, que tanto le gustaba a Ethel. Como tantas otras cosas que se han perdido en mi memoria. ¿Cómo la recuperé? Releí Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis, de Alan Riding. Un libro devastador, que registra cómo continuó la vida cultural francesa en los años de la ocupación.

Deseaba releer el capítulo «Se acabó lo que se daba». Riding cuenta la relación entre el pintor surrealista Max Ernst y Leonora Carrington. Él estaba casado con Marie-Berthe Aurenche, pero se había enamorado de esta inglesa genial e imposible.

Carrington descubrió la obra de Max Ernst y quedó muda. Este pintor de melena plateada y ojos azules ­adorado por las mujeres­ valoraba enormemente cómo esta joven había desarrollado su imaginario surrealista en una adolescencia sin demasiados estímulos. Los separaban 26 años.

Ernst abandonó a su esposa y se fue a vivir con Carrington al sur de Francia. Compartían una granja de piedra, que se parecía a un zoológico. Mientras él creaba deidades con formas animales, ella pintaba paredes y techos de la casa con su fauna inverosímil. Eran felices, pero llegó la guerra…

Esto es lo que deseaba releer cuando las páginas saltaron y caí en un milagro imperceptible que ocurrió en 1941. Jean Bruller era un periodista e ilustrador satírico francés, que se dedicó a la carpintería durante la ocupación nazi.

Un día leyó Jardines y carreteras, de Ernest Junger, amable retrato de Francia escrito por un oficial nazi.

Este descubrimiento lo llevó a escribir El silencio del mar, novela corta que firmó con el seudónimo Vercors, región del sur de Francia donde se había curado de una enfermedad.

Jean Bruller y el agente inglés Pierre Lescure comenzaron a publicar libros clandestinos. Fundaron Editions du Minuit, sello que se volvería respetable en la tradición editorial francesa.

Encontraron impresor: Claude Oudeville. Arriesgó una prensa que imprimía cuadernillos de ocho páginas. Una amiga de la infancia, Yvonne Paraf, encuadernó los libros a mano. Así vio la luz el libro El silencio del mar. Un pequeño milagro.

Pero, ¿qué era lo que contaba esta obra? Es un libro muy raro: narra en primera persona la historia de un hombre que vive con su sobrina en un pueblo perdido.

En esa casa se hospeda el oficial nazi Werner von Ebrennac.

Es un hombre culto, descendiente de hugonotes franceses exiliados, y cada noche se dedica a hablar sobre arte y sobre su pasión por Francia. Se revela como compositor, lee los libros de la biblioteca, alaba a Shakespeare, Cervantes, Molière y Voltaire…

Hasta puede ser un buen tipo.

Los dueños de casa prefieren quedarse en silencio. Es la única manera de resistir ante el invasor. Ese silencio es dignidad.

Bajo esa aparente convivencia, se esconden pasiones y posturas inquebrantables.

Bruller reflexiona sobre lo que fue vivir en la ocupación, con el horror nazi dentro de casa. A diferencia de quienes colaboraron con la ocupación, el tío y su sobrina libran una guerra sin abrir la boca. Aun cuando se enfrentan a un oficial que no se parece al diablo.

Junto a Suite francesa, de la rusa ­exilada en Francia­ Irene Nemirovsky, El silencio del mar es la otra gran obra que se escribió en los tiempos oscuros del nazismo en Francia.

Ocho años más tarde el cineasta Jean Pierre Melville la llevó al cine y se convirtió en una obra de culto sobre una ética posible en tiempos autoritarios. Era su ópera prima. Por años la Cinemateca Nacional, que dirigió Rodolfo Izaguirre, la reprogramó. También aparecía de vez en cuando en el canal 5.

Cada vez que la veía en la cartelera o en la programación televisiva, Ethel me llamaba para recordarme que esa era la película tan rara de la que tantas veces me había hablado. «Apenas hablan, pero dicen mucho».

Gracias a la mnemotecnia y al sorprendente Alan Riding, viajé al pasado para pensar de muchas maneras el presente que tenemos. Otra felicidad que le debo a los libros.

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