Publicado en: El Universal
Un nuevo aniversario de la firma del Pacto de Puntofijo revive el ineludible tema del consenso, la búsqueda de acuerdos para avanzar social y políticamente. Contra la demonización que el chavismo emprendió para adulterar su impronta en la memoria colectiva, un hito marcado por una sensatez que no había cundido en nuestra historia insiste en interpelarnos. El pacto, un “milagro” a contravía de la tendencia al enfrentamiento y la aniquilación del otro que dominó el siglo XIX y parte del XX, avisa que la evolución no es una utopía. Que si algo distingue el intercambio en el espacio público es su dinamismo, su imprevisibilidad. Así, dice Arendt, los procesos históricos son creados y constantemente interrumpidos por la iniciativa humana, por el initium que es el hombre, en tanto ser que actúa.
El aserto de Arendt es un desafío al determinismo. Desafío a la idea de que a personas o colectivos atañen rasgos inmutables (a la manera del Volksgeist o “Espíritu del pueblo” que preconizan Fichte o Herder) y que, por tanto, están impedidos de elegir libremente. No se trata de coquetear con un voluntarismo irracional, ni de descartar el peso de las estructuras en el devenir humano -Arendt también advierte sobre la automatización de los procesos históricos, el estancamiento de sociedades que a veces parecen predestinadas a la perdición, al no-ser – sino de reconocer la capacidad de los individuos para dejar su zona de confort en busca de mejoras. Contradecir el hábito en esos preciosos periodos de autonomía, anticipa la ocurrencia de cambios profundos. Fenómenos que no sólo atienden a la causalidad, sino a una categoría del riesgo y la ocasión marcando los pulsos del nuevo comienzo.
Puntofijo precisa ese salto del pensamiento que sienta bases de un nuevo modo de ser y estar; una nueva cultura política y relacional, la de la democracia de consenso. Quienes apostaron a que tal avance se diluiría como se diluye la esperanza en la famosa fábula de la rana y el escorpión, quedaron sin razones para el escepticismo. La “naturaleza” traicionera del escorpión, la tendencia autodestructiva que recurrentemente bloqueaba oportunidades de entendimiento, compromiso y evolución, no operaría en este caso. La instauración de un orden democrático estable e inédito en el país daba fe de la potencia de esos giros. Algo que también remitía a un liderazgo actuando en una sociedad que salía “de su etapa pastoril, preindustrial” y se alistaba para “una etapa de transición hacia la modernidad.” (Betancourt, 1977).
Muchas otras experiencias confirman los alcances de esta “terapia” de transformación personal y colectiva que brinda la política. Contra todo pronóstico, incluso personajes llamados a mantener el statu quo autoritario figuran como impulsores de las democratizaciones. No hay cambio sustancial generado desde la nada, eso sí. No hay “fervor democrático” que se encienda de forma espontánea y perdure sin motivos. Antes se han dado una serie de incentivos que, armonizados idónea y oportunamente, construyeron armazón favorable a la elección racional de estos actores.
A propósito del trastorno post-electoral del Brasil, cabe recordar el duro tránsito desde la larga dictadura militar a la vibrante democracia que allí se impuso por vía electoral y pacífica a partir de 1985. Eso, a pesar del atropellado arranque, la muerte de Tancredo Neves y el sobrevenido ascenso de Sarney. La política es así, observaba uno de los artífices del consenso opositor, Fernando Henrique Cardoso: “cuando se acerca lo inevitable, surge lo inesperado”. Durante ese proceso “se fue fraguando gradualmente una nueva sociedad que creó nuevas formas de luchar sin armas”. En el caso brasilero, recuerda Cardoso, Ulysses Guimarães, conservador y “hombre extraordinario del (…) principal partido de gobierno antes del golpe militar, poco a poco se fue erigiendo como uno de los líderes de la redemocratización.”
Con un caudillo populista, luego “demócrata a su pesar” como Jerry Rawlings, el de Ghana también es ejemplo de ese reto a lo improbable. Pero “la democracia no surge espontáneamente”, subraya el expresidente John Kufuor. Aun contando con que “el temperamento de los ghaneses (…) nos hace propensos a alcanzar acuerdos”, no son las multitudes sin liderazgo las que construyen las instituciones. Tampoco en Ghana la instauración de otro modo de gobernanza fue sencilla ni rápida, y a ello contribuiría la debilidad de la oposición, de la sociedad civil. Sin embargo, y al revés de lo previsto por Rawlings, las reformas inspiradas en un concepto de democracia directa exenta de partidos, que contemplaba tomas de decisiones a través de comités de defensa y asambleas de distrito (¿similar al Estado Comunal que sirvió de bandera a Chávez?), acaban mutando en inversión para una real institucionalidad democrática, la vuelta al pluripartidismo en 1992. “El mérito no fue mío”, dice el propio Rawlings. “Con los líderes adecuados, el pueblo hace milagros”. La política y sus métodos, en fin, allanan vías para que prospere lo “excepcional”.
Que es imposible afectar la “naturaleza” de personas a favor de giros trascendentales en el devenir histórico, y en el marco de condiciones que presionan para ello, no parece por ende una premisa irrefutable. En momentos en que se asoma el reinicio de la negociación entre el gobierno y parte de la oposición venezolana, conviene recordarlo. Con tanta o mayor urgencia habría que decir también que ese espacio de transformación mutua que provee el diálogo, que una vez facilitó el responsable acercamiento de los firmantes de Puntofijo y el consecuente salto civilizatorio para Venezuela, debe operar hacia lo interno de la oposición. Armarse de un optimismo trágico (Viktor Frankl), sin eludir el dolor de las realizaciones pero sí el fardo de predestinación de cierto pesimismo histórico, quizás podría agilizar la tarea.