Publicado en: El Universal
«Hay que rescatar la política”. “Urge volver a ella, conectar con la gente”. “Sin política no es posible resolver la crisis”. Todas exhortaciones –casi súplicas- que copan las agendas de discusión sobre la crisis venezolana. No faltan, claro, réplicas enconadas desmereciendo la preocupación, asumiendo que toda acción de un político, no importa su índole, está indefectiblemente alineada con lo político. No se advierte que el político sirve también como demiurgo de una gran pieza colectiva; un artesano, un hacedor cuyo conatus arrima al plan de poner a funcionar la ciudad, la polis. Sin una polis y sus choques por tramitar, sin ese ámbito público al que concurren ciudadanos para hablar-actuar juntos, difícilmente puede haber política, aunque haya políticos.
Abocarse a “las cosas referentes a la polis”, Aristóteles dixit, remite al ineludible vínculo de ese locus físico o simbólico con una comunidad humana y sus plurales demandas; a la organización para ejercer ese “arte de gobernar a los muchos”, uno que procura el bien común mediante métodos alejados de la brutalidad prepolítica. En sintonía con la visión griega, Hannah Arendt alude a la vigencia protagónica de ese espacio público dotado delibertad, igualdad, pluralidad, universalidad, no violencia; acción, comunicación e interacción de seres humanos que son capaces de hablar y actuar de forma continua y conjunta.
Política entonces es re-crear en ese espacio de todos (distinto al de la familia, distinto al de la tribu) una deliberación amplia: poder hablar y ser escuchado. Es interacción efectiva y afectiva de seres iguales y distintos, es conducción para la resolución civilizada de problemas. Y más. Algo que define sobre todo la presencia activa de sujetos-objetos políticos, habitantes de la polis, ciudadanos asociados, convencidos y comprometidos con un proyecto común que no traiciona, a su vez, fines individuales.
Pero del ideal al hecho, las excusas cunden. Algunos alegan que el espacio público venezolano no existe o que está demasiado roto, demasiado pisoteado por años de distorsión autoritaria. Que así no cabe abrazar vías políticas o que en última instancia, “si hay políticos, entonces se debe estar haciendo política”. Una presunción discutible, por todo lo antes expuesto. La mera emisión de opiniones o la actuación contraria al espíritu de esa acabada o imperfecta polis, amparándose en la prerrogativa de la decisión in extremis -al punto de frenar la incorporación de otros actores, de las bases de la sociedad y el trámite de sus urgencias- no implica hacer política. Es, por el contrario, su negación.
“Las grandes cosas son evidentes por sí mismas”, advierte Arendt. Quizás un buen termómetro de la efectividad del hacer político en términos de su conexión natural con la polis es la organización de la fuerza interna, esa expresión viva de la voluntad común. En el caso de la oposición venezolana, pareciera, sí, que la promesa de “construir capacidades” ha dado frutos hacia lo externo: los apoyos incluso logísticos de naciones poderosas como EEUU, de comunidades como la Unión Europea o coaliciones como el Grupo de Lima, redimensionan la lucha contra el régimen autoritario. La presión desplegada a través de sanciones financieras, amenazas creíbles, resoluciones y “statements” cada vez más inflamados y elocuentes; o mediante la cabal y documentada denuncia que recoge el informe de la Alta Comisionada de ONU para los DDHH, por ejemplo, es incuestionable. La movida local, la faena en la polis nativa, no obstante, no corre con misma suerte.
He allí un cuerpo despellejado. El envión de la movilización interna que en enero-febrero prometía ser pilar legitimador de la ruta opositora, se descaminó en la medida en que la acción internacional o la difusa apuesta a salidas de fuerza se intensificaban. Valdría la pena saber si eso atendió a alguna previsión, pero todo indica que la merma en respuesta a las convocatorias también toma por sorpresa a los convocantes. Eso, junto a la pérdida de confianza en el liderazgo destapada por recientes encuestas, obliga a mirar hacia adentro, en especial si se aspira a una solución que podría coronar con un evento electoral; esto es, la transformación de la potencia en poder. Poder real.
Chile, Polonia, Túnez, Sudáfrica, Nicaragua. Procesos señeros de democratización durante el s.XX (empujados no por un líder solitario y mesiánico, sino por líderes distintos interactuando y cooperando a largo plazo) indican que si bien la presión internacional suma incentivos para que la élite dominante vea gracia en un acuerdo, la presión interna -que equivale a sudar haciendo política: entenderse con los actores locales, in situ; aterrizar expectativas e incorporar las demandas de cambio en paz del resto de la sociedad- es esencial. Pretender desarraigar esa tarea o dejarla en manos de aliados que atentos al colapso ahora proponen “paciencia estratégica”, puede ser tentador, pero no una garantía. Esa es al menos la moraleja que la historia nos deja.
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