“Debe recordarse que había entonces tomado auge la historia del retorno de Quetzalcóatl, supremo hacedor, y las señales inhabituales podían ser el prefacio de un regreso capaz de enervar al tlatoani del imperio, a los nobles, a los responsables del culto y a los guerreros bajo su mando. Pero no llegó Quetzalcóatl, sino Hernán Cortés acompañado por huestes a caballo descendiendo de grandes torres que no se hundían en el mar”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
En la dominación de América fue determinante la fuerza del conquistador, sus posibilidades de ofensa armada que no podían superar las sociedades autóctonas, pero también influyó la sensibilidad del elemento que se encontró, de pronto, ante unas presencias que no podía comprender, o para cuya comprensión acudía a nociones metafísicas que podían condenarlo a la inacción o a la sumisión. Antes de que el hierro se impusiera, las nociones del mundo y de la vida que dominaban la sensibilidad de las colectividades llamadas prehispánicas recibió como decisión del más allá el advenimiento de unos coraceros inexplicables, o que podían explicarse como enviados de los dioses.
El asunto se encuentra cabalmente explicado en culturas como la antigua mexicana, gracias a investigaciones realizadas por historiadores, antropólogos y filólogos del siglo XX. A ellas acudiremos ahora, para ver cómo una antigua concepción del universo jugó en favor de los conquistadores. Los estudios hechos en nuestros días por profesionales como Ángel María Garibay y Miguel León Portilla, junto con la recopilación de testimonios indígenas que hacen autores fieles a sus fuentes como Fray Bernardino de Sahagún, Muñoz Camargo y Fernando de AlvaIxtlilxóchitl en las primeras décadas de la colonización, permiten reconstruir con propiedad los entendimientos anteriores al siglo XV que facilitaron los trabajos del conquistador. Como son numerosos, ahora se limitarán a un comentario de los presagios que determinaron la conducta del jefe mexica Moctezuma.
En efecto, según recoge León Portilla en un libro imprescindible, Visión de los vencidos (Caracas, Biblioteca Nacional, 2007), antes de la llegada de las fuerzas de Hernán Cortés se suceden en México unos fenómenos que provocan ansiedad generalizada, a través de los cuales se comienza a pensar en el advenimiento de trances y tiempos de grandes riesgos. Se trata de fenómenos sin explicación para los hombres de entonces que impresionan notablemente al tlatoani Moctezuma, líder del imperio que pronto desaparecerá. Un jefe muy religioso, formado en la fe de sus antepasados que promueve, protege y representa, es presa de un temor que lo conduce a la inacción. Se trata de presagios advertidos por la totalidad de los habitantes de Tenochtitlan, que se vuelven un rompecabezas sin soldadura en el hombre que los dirige, mas también entre sus soldados y sus sacerdotes.
Diez años antes de la llegada de los españoles, una espiga de fuego apareció en el cielo. Se podía ver durante el amanecer y también en la medianoche, para provocar funestas sensaciones o “alboroto general”. Poco tiempo después se incendió el templo de Huitzilopochtli, deidad primordial. Era la combustión del Tlacatecpan o “casa de mando” del genio de la guerra, sin que se descubrieran los motivos de la devastación. En breve cayó un rayo sobre otro templo de importancia, llamado Tzummulco, pese a que la lluvia no era fuerte. No se habían repuesto los hombres de la impresión cuando un fuego salió del sol y se transformó en una lluvia de chispas rojas y negras que causó consternación. Pasado un año hirvió el agua del lago y amenazó con invadir las casas de la ciudad, para que la gente aterrada clamara por las oraciones de sus oficiantes. Por colmos, muchas veces se oyó después en la oscuridad de la penumbra la voz desgarrada de una mujer que anunciaba la muerte de sus hijos. Las noches de Tenochtitlan se pasaban entonces en vela.
Un par de novedades, o de hallazgos terribles y misteriosos, causó notable impresión en el ánimo de Moctezuma: la aparición de hombres con un solo cuerpo de dos cabezas, y de un ave con cabeza de diadema a través de la cual se veían gentes combatiendo y muriendo en medio de una feroz conmoción. Moctezuma hizo llamar a los nigromantes a la Casa Negra, y a otro lugar de adoración que frecuentaba, para que interpretaran los prodigios. Pese a la urgencia de la convocatoria, no obtuvo respuestas tranquilizadoras. Como los expertos consultados no satisficieron su curiosidad, los amenazó con prisiones, con la muerte de sus familiares y la destrucción de sus propiedades. Debe recordarse que había entonces tomado auge la historia del retorno de Quetzalcóatl, supremo hacedor, y las señales inhabituales podían ser el prefacio de un regreso capaz de enervar al tlatoani del imperio, a los nobles, a los responsables del culto y a los guerreros bajo su mando. ¿Cómo los trataría el todopoderoso Quetzalcóatl, la majestuosa Serpiente Emplumada, después de juzgar sus obras de simples mortales?
Pero no llegó Quetzalcóatl, sino Hernán Cortés acompañado por huestes a caballo descendiendo de grandes torres que no se hundían en el mar. De acuerdo con los informantes indígenas de Sahagún, cronista mencionado antes, esta fue la actitud del tlatoani ante el aplanador suceso: “No hizo más que esperarlos. No hizo más que resolverlo en su corazón, no hizo más que resignarse; dominó finalmente su corazón, se recomió en su interior, lo dejó en disposición de ver y de admirar lo que habría de suceder”.