Es una obviedad decir que cualquiera puede hacer un mejor trabajo que Maduro. Está claro que él está en la lista -y con rutilantes honores- de «los peores presidentes que ha tenido Venezuela».
Uno puede fácilmente caer en la tentación de pisar terreno resbaladizo y patinar por un despeñadero de confusiones. La situación de Venezuela es tan mala, pero tan recontra mala, que con un buen presidente no basta. Tiene que ser un excelente y extraordinario presidente. Fuera de serie, pues. Alguien de conocimientos y desempeño superlativos. Porque la masa no está para bollos ni para sancochos crudos.
A ver, ha de ser alguien con vastos conocimientos gerenciales de lo público y destrezas de liderazgo. Con habilidades y capacidades para la negociación (con «los unos», «los hunos» y «los otros»). Es indispensable que sea una persona recta y fuerte, pero muy flexible. Y que le huya, como a la tiña, al lenguaje hosco y confrontacional. No puede sufrir de halitosis comunicacional. Al fanatismo hay que sacarlo de la ecuación; nos ha traído a donde estamos. Hemos pasado las malas y estamos en las peores (cualquier indicador genera Mal de Sambito). Esta persona tendrá que construir el camino de las buenas y por las buenas. No puede gruñir. Ha de decir las verdades evitando zaherir.
Con la narrativa del odio no se construye la paz. La verdadera reciedumbre no se expresa a través de alardes de violencia o gritos destemplados. De alaridos estamos hasta los tequeteques.
Se trata de justicia, no de venganza. La justicia nos enaltece, la venganza nos degrada. Sí, es cierto, en esta telenovela horrorosa hemos pagado justos por pecadores. Y estamos, con derecho, encolerizados. Hemos sufrido mucho más allá de lo que las palabras puedan expresar. Los que estamos aquí y los que tuvieron que irse. Porque de unos y otros se burlaron y a todos los buenos, que somos la inmensa mayoría, nos robaron el país.
Pero es precisamente por eso que es indispensable que el liderazgo no use el lenguaje de la confrontación, sino antes bien el de la reconciliación. Me dirán, y con harta razón, que tenemos ardido cada milímetro de la piel. Que no estamos como para poner la otra mejilla, como si fuera mantequilla sobre la arepa. Pero por eso, porque estamos hundidos en la miseria del dolor, que quien tome el liderazgo no puede desperdiciar las pocas fuerzas que nos quedan invitándonos a sentimientos que, por destructivos, sólo nos traerán más desolación.
El nuevo presidente, el que sustituya al tirano, no lo tendrá fácil. Habrá de enfrentarse a mil perversidades, las que conocemos y las que están encaletadas. Y entonces, aunque suene complejo de entender, el lenguaje cursi, las cancioncitas banales, los discursos eufóricos, sobran, estorban y perjudican a la más importante causa: Venezuela y los venezolanos.
Un presidente muy por encima del promedio. Eso es lo que nos urge. Y puede ser que los ciudadanos no tengan en sus manos la responsabilidad de hacerse preguntas tales como «¿y qué pasa si…?». Pero los políticos, los serios, no pueden dejar al desgaire esa pregunta. Están obligados -sí, obligados por mandato de la sensatez- a ver más allá. El árbol y el bosque. Con periscopio, microscopio y telescopio. No pueden quedarse pegados en el hoy porque de ese modo no se construye el mañana. De eso va el verdadero liderazgo para tamaña coyuntura. De lo contrario, Venezuela y los venezolanos sólo saldremos de este hondo y pestilente hueco el día que San Juan agache el deo’.
Que si ahora el CNE ha decidido «preocuparse» por las primarias, que si los inhabilitados pueden participar en las primarias pero no en las elecciones, que si papatín patatán. Más y más majaderías. Nada nuevo.
Roosevelt murió antes que terminara la segunda guerra mundial. Y, sin embargo, los aliados ganaron. Y Roosevelt es una figura de indiscutible relevancia en la historia universal.
Hay que agarrar el engreimiento de creerse indispensable e insustituible, abrir un hueco en la tierra, meter ese saco de pedanterías insulsas, echarle kerosene y prender fuego. No es tiempo para vanidades. Nadie, absolutamente nadie, es indispensable. Nadie, absolutamente nadie, es más importante que Venezuela y los venezolanos. El que tiene verdadero liderazgo no se pone en la cabeza y se siente superior. Se pone en el medio y desde allí lidera. El político que sólo vislumbra el hoy, es sólo un político más. Nunca será un estadista.
No se puede esperar complacencias del régimen. Pero la oportunidad de vencerlo existe. Si a alguno de los aspirantes le toca ser Moisés y no Josué, sea pues, por injusto que suene. Si no todos estos años de sacrificio serán en vano y la cuestión de darle la carta de despido a Maduro quedará para cuando la rana críe pelos.
Y nada de eso tiene por qué afectar la unidad, porque entre bomberos no se pisan la manguera.