Publicado en: El Universal
El término “liberalismo” viene asociado por lo menos a dos definiciones diametralmente antagónicas. Lo dice uno de los politólogos más importantes del siglo pasado, Edward Schils, partner de Talcott Parsons. Una primera lo entiende como la actitud de todo individuo civilizado, normal, pacífico entre quienes lo rodean, la disposición a convivir, respetar la vida, ideas, opiniones, integridad, propiedad y derechos de los otros. El hombre luchó por milenios para librarse de la tiranía y vivir en libertad, Sócrates incluso justifica el tiranicidio, y los dominicos y jesuitas de la Escuela de Salamanca, construyen una teoría sólida de ésta. Finalmente, la constitución y las leyes posteriores a las revoluciones norteamericana y francesa, abolidas la servidumbre y las castas, establecen la libertad en su forma práctica, el Estado democrático. Es el liberalismo universal de la Declaración de los derechos del Hombre y el ciudadano, “la dignidad de la persona humana”, la condición de ciudadanía para vivir en paz, sin cortapisas ideológicas ni de otro orden. Liberal es la actitud civilizada frente el mundo y la ONU, a nombre de la Humanidad entera asume la Declaración de 1789 y la amplía en 1948, para cubrirse oficialmente con ella. Como podía esperarse, en 1991 varios países islámicos hicieron una declaración de derechos iliberal, para marcar la diferencia, salirse de esa cobertura y advertirnos que matar por dios y la raza para ellos no es delito, porque el mundo pertenece a Allah y las demás creencias son infieles. Además, el antisemitismo es una prueba de buen gusto progre, como el caviar Beluga y un Chateau Lafitte.
Incluso los iliberales asociados a ideologías revolucionarias de izquierda, de derecha o al “fascismo islámico”, aunque se propongan erradicar esos derechos, están protegidos por ellos. Justifican monstruosos crímenes contra Israel y chillan porque se defiende. “Si el Reichstag nos da sueldos y dietas para destruirlo, nos lanzaremos como lobos”, dijo Goebbels, inspirador de Hamas. La otra acepción, más que distinta, antagónica, del término liberalismo, es el anarcocapitalismo o libertarismo, una secta, una ideología dura, es decir, la negación ontológica de la libertad, hoy en la pasarela, tan dogmática e irracional como los Testigos de Jehová, la cienciología, el comunismo o el anarquismo de izquierda. Me adhiero a lo que escribieron en este diario @Mibelis y @JeanManinat, a quienes me gustaría conocer personalmente. Pusieron todo en su sitio cuando analizaron el triunfo de Milei, en momentos de pases de Verónica y Manoletina para felicitar “a los argentinos”, lo que sería lo mismo que festejar triunfos de Trump, Correa, Bolsonaro, Ortega y Petro. El extremismo anarcocapitalista que se impone sobre la gangrena kircheriana es un esperpento ideológico y solo cabe desearle que regrese a la realidad. Es una utopía sin materialidad, hostil a la única democracia-que existe, la representativa o liberal, el Estado constitucional, conformado por tres poderes clásicos, que los radicalismos modernos quieren destruir por la izquierda y por la derecha. Humberto Cerroni, el más importante pensador post gramsciano, miembro hasta el final del Comité Central del PC italiano, sostiene que “la democracia representativa es el sistema de gobierno más sofisticado creado por el hombre”.
Añade que el marxismo es totalitario por vocación, pero además porque a Marx no le interesó una teoría del poder y dejó ideas sueltas, torpes y rústicas acerca de la “dictadura del proletariado” y la “desaparición del Estado, que derivaron, dice Trotsky, “en una dictadura sobre el proletariado”. Me marcó indeleble una frase de Cerroni en entrevista que le hice para el Papel Literario: “prefiero una democracia sin socialismo que un socialismo sin democracia”. Con Milei es la primera vez que un grupo anarquista llega al gobierno y podrá descubrir que la libertad, la propiedad y demás fundamentos de la civilización solo son posibles porque existe el Estado y el poder coactivo que los establece y defiende. Milei declara “autor de cabecera” a Murray Rothbard, por ejemplo, quien propone frontalmente “abolir el Estado” y plantea la aberración de policía y justicia en manos de “los ciudadanos”, como en cualquier delirio comunista o “comunero”, y no por tribunales ni funcionarios, sin darse cuenta que eso son la mafia, la camorra, la justicia popular, los linchamientos y las guerras civiles. “Abolir el sector público… en todos los terrenos, todas las zonas de la tierra, incluidas calles y carreteras, que serán de propiedad privada… (la policía, sería de los comerciantes y vecinos) proporcionará una protección policial eficaz y de calidad que prevalecerá”, dice en Por una nueva libertad. Manifiesto libertario (Mises Institute).
En ese mundo infantil, cretino, todos tendrán su ejército privado para lo que haga falta. Nada más parecido a la pesadilla leninista y fugaz de “todo el poder a los soviets” que llevó a cientos de miles de fusilamientos, entre ellos a la familia Romanov, cuando desapareció el Estado ruso para que lo sustituyeran asambleas de malvivientes. Pero cuando alguien gana unas elecciones, debe ir a la oficina, nombrar un gabinete, cumplir con las atribuciones del cargo, resolver los problemas diarios, tomar decisiones, prevenirse del jardín de serpientes donde opera y rendir cuentas a múltiples poderes y contralorías. Debe establecer conexión entre el delirio y por otro lado la realidad de un Estado que “está ahí” como el dinosaurio de Monterroso. Uno de los fundadores conceptuales del Estado liberal, Thomas Hobbes, que seguro Milei no ha leído, se adelanta 400 años a lo que tenemos en Europa hoy y hemos visto mil veces: cuando Leviatán no actúa o está inerme, se impone Lotán, el caos, la anarquía, el peor de los males; y el “estado de naturaleza” es violencia y miseria, en nada parecido a la bucólica tranquilidad rousseauniana. Para que algunos se despierten, la carencia de Estado conduce a ocupaciones de tierras y fábricas, delincuencia, violaciones, robos, atropellos de los vecinos, tal como ocurre en París, Londres, Estocolmo, Barcelona. Los anarcocapitalistas y otros revolucionarios, ni siquiera usan el término democracia, sino versiones despectivas, “partidocracia”, “cúpulas podridas”, “la casta” de Pablo Iglesias- Milei, aunque cuando entran rápidamente se enamoran y quieren estar siempre con ella.
La relación de los anarcocapitalistas con el liberalismo es la misma que la de los comunistas, los anarquistas y otras utopías tales como democracia “popular”, “protagónica”, “directa”, “autogestionaria”. Sin Estado democrático es impensable la libertad y también impensable la vida civilizada, pues gracias a él los hombres salen de la barbarie. Cuando estudié a Rotbard, Huerta de Soto, Hans-Herman Hoppe, David Friedman (hijo de Milton) sentí exactamente lo mismo que con los marxistas, Adorno, Piketti, Byun Chul Han: un pensamiento de probeta, vagaroso, inútil, amputado del mundo real. Milei ahora es presidente y está obligado a aterrizar en realidades tremendamente complicadas, la poliarquía que estudia Robert Dahl, una selva de poderes formales e informales, que los déspotas tienden a resolver con un taco de dinamita, la “constituyente”, pero al parecer en Argentina no son lo suficientemente giles para dársela. Y “¡los Ángeles digan amén¡”, porque desde El planeta de los simios (Schaffner:1973) sabemos qué hace el mono con la ametralladora. Lo primero que aprende un político es que tiene un cerco móvil por la ley y las instituciones y cualquier iniciativa “salvadora” debe pasar por el escrutinio en primer lugar de los partidos aliados (por esa razón la tendencia de los ungidos es detestarlos) y luego de los adversarios, jueces, sindicatos, gobernadores, alcaldes, iglesias, medios y en el Congreso de Argentina right now nadie tiene hoy mayoría a priori. Para pasar las primeras horcas caudinas tendrá que hacer las concesiones necesarias, muchas de ellas “impuras”, pero deberá transar y aprender que la política es como los chorizos, que la gente se los come, pero nadie sabe de qué están hechos. Y comenzarán de verdad sus posibilidades.