Publicado en: El Nacional
Por: Fernando Rodríguez
Nadie medianamente sensato debería pensar que bajo el gobierno madurista, despiadado represor y desmesuradamente corrupto, repudiado internacionalmente, castrado productiva y financieramente, que desangra poblacionalmente cada día el país y que vive sin leyes ni sentido común, puede haber ninguna salud, nada que atenúe el dolor de su pueblo. Hay que echarlo sin duda, de qué manera es la cuestión. La mayoría de los opinadores suelen decir cómo no debe hacerse, pero pocos afirman cómo lograrlo. Y es posible que solo la praxis y la estrategia y la táctica más inmediata, oscilante y en buena medida silenciosa y azarística dará en algún momento, todos pensamos que cercano por el olor de la podredumbre gubernamental, con la combinatoria de detalles y circunstancias que abra la puerta que nos ponga en otro lado de la historia, que nos impida hundirnos en quién sabe cuál de los infiernos.
Pero yo quería referirme, porque es algo que se va haciendo cada vez más presente a nuestras conciencias, a aquello que está tras la puerta que dice libertad y que no podemos sino abrir o derribar a cualquier precio para seguir respirando. Más cercano acaso y simplemente porque parece inminente el tránsito. Pero porque nos damos cuenta crecientemente de que más allá de ese lindero nos rodea un mundo bastante confuso, casi ciego, diría, en lo que se refiere a diseñar un futuro e incluso a ordenar mínimamente el presente. Pocas veces tan caótico.
No sé hasta qué punto los posmodernos tienen razón, pero tienen bastante. Se acabaron o se mermaron los grandes discursos, las ideologías con mayúsculas, que le daban una finalidad, por vaga o distante que fuese, a la acción humana. Ni fines trascendentes religiosos o fe en la humana razón o el igualitarismo o la paz constante. Tan solo un pragmatismo economicista y tecnológico que se apoya en un individualismo inédito y que no tenemos idea de qué tipo de sociedades y de mundo globalizado puede producir. Algo así como el fin de los valores.
Basta leer la prensa diaria para constatar que el primero de esos seculares valores, la verdad, que posibilita el resto, al parecer ha sido conculcado y ya todos hablamos de posverdad como si fuera la última moda vestimentaria o gastronómica. Hasta algunos se han dedicado a contar las miles de falsedades que ha dicho el presidente Trump, el hombre más importante del planeta. Y hay industrias, grandes y pujantes, que se dedican a la producción de mentiras en serie, como salchichas. Las ideas más oscuras que pesamos que “nunca más” volverían porque ya habían probado todo el mal y el horror que podían producir están retornando con clarines e impunidad, sí, las nazis por ejemplo. Los migrantes, decenas de millones, escenifican uno de los más degradantes espectáculos humanos: expulsados por la miseria o la violencia de sus casas van a suplicar cobijo en los jardines de los más poderosos, a mendigar un futuro, y son rechazados tantas veces como si fueran jaurías intratables que solo merecen el desierto y la muerte pronta. Pero, no sigamos, tome el periódico y mire los increíbles desarrollos tecnológicos y las más abyectas crueldades e incoherencias humanas.
Somos de las aberraciones mayores del globo, tanto que muchos han querido socorrernos, de todos los colores, bolsonaros y gente decente. Entramos a jugar en ese juego sin reglas ni fines que es el mundo actual. Sin duda que en lo inmediato tendremos tareas necesarias, ineludibles, para poder volver a ser país. Que los niños no se mueran por falta de aspirinas, por ejemplo. A lo mejor eso nos va a tomar tanto tiempo y espero que a mover nuestras reservas afectivas más primarias, que ojalá nos aparte lo suficiente para hacer un paisito que no obedezca demasiado a las grandes torceduras de la época. Paisito, no potencia. Y que podamos conservar un mínimo respeto entre coterráneos.
Claro, un tal exhorto es fe medio necia, está fuera de lugar. Lo único que importa ahora es salir del malandraje que mata. Encontrar esa fórmula que está más allá de las grandes palabras y horizontes, dar con la combinación de las barajas que nos permita pararnos de este maldito juego en que caímos hace dos décadas. Sí, es cierto. Pero quizás también para eso nos ayude mirar con perspicacia el ancho mundo en que estamos y estaremos metidos.
Lea también: «No seremos los mismos«, de Fernando Rodríguez