Por: Asdrúbal Aguiar
En este tiempo de espera, de advenimiento, de expectativa que dura cuatro semanas – el Adviento para los cristianos – ante la llegada al mundo, para creyentes y no creyentes, del «espíritu de la Navidad», adquiere pertinencia considerar su hondo significado.
La cuestión vale para todos, pues desborda, como hecho cultural, al plano de lo confesional, si bien la referencia al mismo se nos imponga como interrogante, tal y como lo reseña en su bella novela escrita en 1917, Ignacio Manuel Altamirano, La Navidad en las montañas: “¿Quién que haya nacido cristiano y que haya oído renovar cada año, en su infancia, la poética leyenda del nacimiento de Jesús, no siente en semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los primeros días de la vida?”.
Ese momento, mágico y rasgante a la vez, sugiere la preeminencia del valor de los recuerdos dentro de la experiencia humana, la de todos, que en todos y cada uno es distinta, fatalmente. Es la vuelta a las raíces, acaso al Génesis o que para Ulises la representa Ítaca, como en procura de un punto de apoyo que nos permita seguir trillando el camino que tenemos por delante y nos falta hasta que todo se consume.
Navidad es ser memorioso. Pero no basta el ejercicio introspectivo, si a la luz de ese espíritu se la desfigura para solo mirar nuestra sombra y omitir la vivencia de quienes nos rodean. O también la de uno mismo, cuando luego de volver sobre la ruta del retorno, despertamos en el presente, que es realidad hecha de falencias.
Altamirano lo cuenta, en términos dramáticos: “Me hallaba perdido entonces en medio de aquel océano de montañas solitarias y salvajes; era yo un proscrito, una víctima de las pasiones políticas, e iba tal vez en pos de la muerte, que los partidarios en la guerra civil tan fácilmente decretan contra sus enemigos”. Y refiere que, en medio de sus tribulaciones y para su sosiego se le aproxima un cura de almas de pobreza inenarrable, que hace buena y veraz esa fibra de humanidad que despierta, justamente, en el instante de la Navidad memoriosa.
“Tengo una casa cural muy modesta — dice este — como que es la casa de un cura de aldea, y de aldea pobrísima. Mis feligreses viven con el producto de un trabajo ímprobo y no siempre fecundo. Son labradores y ganaderos, y a 30 veces su cosecha y sus ganados apenas les sirven para sustentarse. Así es que mantener a su pastor es una carga demasiado pesada para ellos; y aunque yo procuro aligerarla lo más que me es posible, no alcanzan a darme todo lo que quisieran, aunque por mi parte tengo todo lo que necesito y aun me sobra. Sin embargo, me es preciso anticipar a Vd. esto, señor capitán, para que disimule mi escasez, que, con todo, no será tanta que no pueda yo ofrecer a Vd. una buena lumbre, una blanda cama y una cena hoy muy apetitosa, gracias a la fiesta”.
Navidad, además y más que un alto en los conflictos propios a la existencia, que nunca se detienen a menos que uno se enajene, es el momento de rescate del sentido de la solidaridad que nos revela, justamente, como seres humanos, racionales, trascendentes.
La reacción del proscrito capitán deja su enseñanza, su humilde postración ante la verdad que trasunta a las formas y diluye las miserias, igualmente propias de lo humano.
“Venga esa mano, señor, Vd. no es un fraile, sino un apóstol de Jesús… Me ha ensanchado Vd. el corazón; me ha hecho Vd. llorar… Señor, le diré a Vd. francamente y con mi rudeza militar y republicana, [que] yo he detestado desde mi juventud a los frailes y a los clérigos; les he hecho la guerra; la estoy haciendo todavía en favor de la Reforma, porque he creído que eran una peste; pero si todos ellos fuesen como Vd., señor, ¿quién sería el insensato que se atreviese, no digo a esgrimir su espada contra ellos, pero ni aun a dejar de adorarlos? Oh, ¡señor! yo soy lo que el clero llama un hereje, un impío, un sansculote; pero yo aquí digo a Vd., en presencia de Dios, que respeto las verdaderas virtudes cristianas. …”, acaso sin ser cristiano.
De modo que, y he aquí lo que nos deja, en el caso de los venezolanos, este tiempo de dolor y de ausencias que nos toca vivir, y padecer, y extraer del mismo una prédica de esperanza. El anuncio de la venida de Jesús es el anticipo de su cruz y posterior su resurrección. Sus padres, como un sino de ese anuncio, huyen atribulados en medio de la Natividad que los alcanza en Belén: “La nochebuena se viene / La nochebuena se va. Y nosotros nos iremos / Y no volveremos más”, reza el poeta popular, gitano, desconocido.
Queda, en fin y en hora buena, el consuelo que todos nos damos llegada la hora, el momento del abrazo, el compartir con alegría, el recrear el espíritu de la Navidad que nos anima a vivir los conflictos con sentido prometeico, pensando en la crueldad de Herodes que es, a la sazón, presagio. Se trata de la disposición fraterna a la comunicación con los otros, que sosiega. Navidad es, pues, acompañamiento. Es, como lo predica la Primera Carta de Juan escrita en Éfeso: “El que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”.
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